domingo, junio 28, 2020

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO

La palabra de Dios siempre es rica en contenidos y en mensajes. De las lec-turas que proclamamos en este domingo vamos a fijarnos solamente en dos aspectos o vamos a resaltar dos mensajes. En primer lugar vamos a refle-xionar sobre lo que nos exige el ser cristianos y, en segundo lugar, medita-remos un poco en el mensaje de Jesús sobre cómo debemos acogerlo a él y a los hermanos.

El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí.

Las palabras de san Pablo en la carta a los fieles de Roma no dejan lugar a la duda. En nuestro bautismo no solamente fuimos limpiados de nuestros pe-cados, sino que nos sumergimos en la misma persona de Cristo para morir con él y renacer a una vida nueva. Por este sacramente hemos pasado con él de la muerte a la vida. Pero esto no fue un hecho que aconteció en un deter-minado momento de nuestra vida; no. Es algo que sucede en cada instante, es lo que marca nuestro mismo ser, nuestro vivir de cada día. Esto no es his-toria, es el ahora de cada instante de nuestro vivir, como lo es el respirar, estemos dormidos o despiertos. San Pablo, para expresar este hecho, tiene que inventar una serie de palabras que nos pueden resultar extrañas, pero que indican este movimiento dinámico del bautismo. Y así dice: hemos sido “con-crucificados”, “con-muertos”, “con-sepultados”; pero también “con-resucitados” con Cristo a una nueva vida o “con-sentados” a la derecha del Padre. Y en otra ocasión dirá: “No soy yo el que vive, es Cristo el que vive en mí”. Esto lo resume todo. Por nuestro bautismo, pues, hemos de morir al pecado y vivir para Dios, al igual que Cristo ya no muere más, sino que vive para Dios. Este es el programa que Pablo recuerda a los cristianos: tienen que morir al pecado y vivir para Dios. Tienen que entrar decididamente en la vida nueva de Cristo Resucitado.

Ser cristiano, ser discípulo de Jesús, tiene sus exigencias 

Hoy aparecen expresadas de una manera que nos puede parecer exagerada. Jesús exige a los suyos que lo prefieran a él por encima de todos y de todo, que lo prefieran a los padres o a los hijos. Más aún: que lo antepongan a la misma vida. El que quiera conservar su vida la perderá, mientras que el que renuncie a ella por Cristo, la ganará. Es lo que han hecho tantísimos márti-res o las innumerables personas que se han consagrado o se consagran de por vida a él bien sea en la vida religiosa, el sacerdocio o en otros servicios a sus hermanos.

No es que tengamos que rechazar el afecto a la familia, o que Jesús esté bo-rrando el cuarto mandamiento. Ni nos está invitando a descuidar la defensa de nuestra vida. Pero tenemos que subordinarlo todo al seguimiento de Je-sús. Los demás valores son secundarios. Cuando tengamos que optar entre nuestra fidelidad a Cristo y la incomprensión o el desprecio y la burla de la familia o de la sociedad, cuando se nos presenten opciones o intereses socia-les o económicos contrarios al evangelio tendremos que optar claramente por Cristo, como han hecho tantos y tantos cristianos a lo largo de  todos los tiempos. 

El seguimiento de Cristo no comporta solo consuelo y bendiciones de Dios. Supone muchas veces renuncias y sacrificios. Hay continuas ocasiones, en la vida personal o familiar o social, en que nos encontramos ante la disyuntiva de opciones contradictorias: aceptar o no la cruz, optar por los valores del evangelio o por los que nos ofrece este mundo. Hoy Cristo nos dice que, si queremos alcanzar la vida, debemos optar por él, por encima de intereses económicos o de lazos familiares.
Acoger a los demás como al mismo Jesús 

Pero hay otro mensaje en las lecturas de hoy, la hospitalidad. Ya en el relato del juicio final Jesús habla de esta actitud representándose en los que necesi-tan esta acogida: “Fui peregrino y me hospedasteis”. La buena mujer del Antiguo Testamento, y su marido, pusieron a disposición del profeta Eliseo una pequeña habitación y una cama, para cuando tuviera que pasar por aquella población. La mujer razona así su actitud: "ese hombre de Dios es un santo". Se puede decir que es la precursora de aquellas otras mujeres que, según el evangelio, atendían a Jesús y a sus discípulos, y de tantas personas que a lo largo de los siglos han dedicado su tiempo y sus mejores energías a cuidar a los demás, viendo en ellos al mismo Jesús. En concreto a ayudar también materialmente a los ministros o misioneros de la comunidad.

Jesús habla primero de recibir a los profetas y apóstoles, a los enviados por él a predicar el Reino, como dice también en otros momentos: "el que recibe a mi enviado me recibe a mí". 

Pero en otras ocasiones, amplía la actitud de hospitalidad también a los que no son necesariamente apóstoles o profetas oficiales: “el que dé de beber a uno de estos pobrecillos”. En otro momento dirá: "el que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí". Acoger a los poderosos, a los ri-cos, a los que nos resultan simpáticos, no tiene mérito: “si saludáis al que os saluda, ¿qué hacéis de extraordinario?”. Hay que acoger también a los socialmente pequeños, a los que él hoy llama "pobrecillos". ¿Cómo acogemos a los pobres, a los enfermos, a los ancianos, a los inmigrantes, a los que se en-cuentran solos y marginados por la sociedad? ¿vemos en ellos al mismo Je-sús? 

El motivo es claro: “el que os recibe a vosotros me recibe a mí”. Es lo que dice Jesús en el evangelio de San Mateo, poniendo la expresión en labios del Juez supremo: el que da de comer al hambriento o de beber al sediento o vi-sita al enfermo u hospeda al peregrino, se lo hace a él mismo: “a mí me lo hicisteis”. Y pensemos que lo que mucha gente espera de nosotros es sencillamente un detalle, una atención, un poco de nuestro tiempo, una mano ten-dida, una palabra amable. Jesús nos asegura que cualquier gesto de hospitalidad que hagamos “no quedará sin recompensa”. Como el profeta Eliseo logró de Dios que premiara a aquel matrimonio hospitalario con lo que ellos más deseaban, un hijo, “el que os recibe a vosotros me recibe a mí y el que me recibe, recibe al que me ha enviado”: al propio Dios Padre.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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