viernes, abril 14, 2017

"TENGO SED"

Quinta Palabra: 
"Tengo sed."  
(Juan, 19: 28).
 
Sentía que mi organismo sufría un proceso de deshidratación constante. Me acosaba una tremenda sed. Como dice el salmo 21 que yo recitaba en mi interior, mi “garganta estaba seca como una teja y mi lengua se pegaba al paladar”. Este es uno de los tomentos más terribles que estoy sufriendo en la cruz. Nada había bebido desde la cena del día anterior y había perdido mucha sangre durante la flagelación. Y todo se agravaba al estar expuesto al sol de las tres de la tarde.

Y digo la quinta palabra: Siento sed. ¿Sólo de agua? No. Sufro otra clase sed, que me atormenta más, mucho más. Siento sed del agua de la vida nueva. 

Siento sed de amor. Sed de amor a mi Padre, que me envió al mundo para dar mi vida por todos. Sed de amor al Espíritu vivificador y santificador. Sed de amor a mí, pendiente de esta cruz, expresión máxima de un amor entregado. Sed de amor mutuo, entre hermanos, para que se amen con el mismo amor con que yo les he amado y les amo.

Siento sed de un amor más auténtico, más sacrificado, un amor que sea misericordia y ternura, cercanía…, y me dan el vinagre del abandono de Dios, del odio entre hermanos, de la explotación del más débil, de la maledicencia y la intolerancia, del orgullo y la soberbia.

Siento sed de ser aceptado y comprendido, para que no caiga en saco roto la gracia de la vida nueva que brota a raudales de mi costado. Y muchos “pasan de largo”. Es el vinagre. No les importa ni les interesa mi obra redentora, la salvación para todos. Desoyen mis palabras y no acogen mi mensaje, que es la noticia siempre nueva y siempre buena, que se llama evangelio. Su indiferencia y el rechazo es vinagre que me dan para saciar mi sed.

Siento sed de una fe firme y gozosa, madura y siempre en crecimiento. Una fe probada y valiente. Una fe que sea vida nueva en todos, evangelizadora y testimonio. Y muchos me ofrecen su divorcio entre fe y vida, frialdad e indiferencia, negación del Dios vivo y olvido de mí.

Siento sed de justicia. De justicia, en cuanto santidad de vida. Que todos sean santos como tú, Padre, eres santo. Es una sed insaciable, es verdad, pero que podría ser aplacada en gran manera si los hombres y mujeres de este mundo fueran fieles a la voluntad del Padre y a mí, su Hijo, y al evangelio que proclamo.

Sed de justicia también en cuanto respeto de los derechos humanos, que busque siempre la equidad o igualdad entre las personas y la promueva y defienda siempre el bien común. Una justicia con misericordia, para que sea más justicia.

Pero, en respuesta a lo que deseo y espero, me ofrecen el vinagre de su vida en pecado, de la explotación del hombre por el hombre, de la violación sistemática de los derechos humanos, de la injusticia clamorosa con lo más débiles y del maltrato entre unos y otros.

Siento sed del agua abundante de la gracia, que llegue, como lluvia buena, a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Una gracia que sea vida nueva en todos, vivificada permanentemente por el Espíritu Santo.

Pero me ofrecen muchos el vinagre del vacío interior, de una vida desértica y estéril. Viven -valga la paradoja- muertos o moribundos. 

Tengo sed en la persona del que sufre, del pobre, del más débil, que pide ser saciado por los que más tienen, por los que pueden, por los que aman de verdad. No quiero que este mundo sea un desierto en el que nunca nacerá la flor del amor y la solidaridad, sino un vergel regado con el agua más limpia para que pueda ser plenamente saciado.

Y ahora muero de sed. Pero sé también que de mi costado brotará agua junto con la sangre, y será un agua que saciará la sed de muchos a lo largo de todos los tiempos. Y ellos, con su vida fiel, me darán a beber el agua buena que necesito en estos momentos, y mi sed quedará, en parte, saciada. Por eso, aunque me cueste un enorme sacrificio, muero feliz. Merecía la pena haber llegado a este momento, para que de mi costado, como si fuera una fuente espléndida y generosa, brotara siempre el agua viva para todos.
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 San Agustín: 

(Cristo) pide de beber y promete una bebida. Se presenta como quien está necesitado, y tiene en abundancia para saciar a los demás. Si conocieses -dice- el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. Pero de momento habla a aquella mujer de un modo encubierto, y va entrando paulatinamente en su corazón. Seguramente empieza ya a instruirla. ¿Qué exhortación, en efecto, más suave y benigna que ésta? Si conocieses el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», seguro que se la pedirías tú a él y él te daría agua viva (In Jn. ev. 15, 12)
P. Teodoro Baztán Basterra

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