"TENGO SED"
"Tengo sed."
(Juan, 19: 28).
Sentía
que mi organismo sufría un proceso de deshidratación constante. Me
acosaba una tremenda sed. Como dice el salmo 21 que yo recitaba en mi
interior, mi “garganta estaba seca como una teja y mi lengua se pegaba
al paladar”. Este es uno de los tomentos más terribles que estoy
sufriendo en la cruz. Nada había bebido desde la cena del día anterior y
había perdido mucha sangre durante la flagelación. Y todo se agravaba
al estar expuesto al sol de las tres de la tarde.
Y digo la quinta
palabra: Siento sed. ¿Sólo de agua? No. Sufro otra clase sed, que me
atormenta más, mucho más. Siento sed del agua de la vida nueva.
Siento
sed de amor. Sed de amor a mi Padre, que me envió al mundo para dar mi
vida por todos. Sed de amor al Espíritu vivificador y santificador. Sed
de amor a mí, pendiente de esta cruz, expresión máxima de un amor
entregado. Sed de amor mutuo, entre hermanos, para que se amen con el
mismo amor con que yo les he amado y les amo.
Siento sed de un amor
más auténtico, más sacrificado, un amor que sea misericordia y ternura,
cercanía…, y me dan el vinagre del abandono de Dios, del odio entre
hermanos, de la explotación del más débil, de la maledicencia y la
intolerancia, del orgullo y la soberbia.
Siento sed de ser aceptado y
comprendido, para que no caiga en saco roto la gracia de la vida nueva
que brota a raudales de mi costado. Y muchos “pasan de largo”. Es el
vinagre. No les importa ni les interesa mi obra redentora, la salvación
para todos. Desoyen mis palabras y no acogen mi mensaje, que es la
noticia siempre nueva y siempre buena, que se llama evangelio. Su
indiferencia y el rechazo es vinagre que me dan para saciar mi sed.
Siento
sed de una fe firme y gozosa, madura y siempre en crecimiento. Una fe
probada y valiente. Una fe que sea vida nueva en todos, evangelizadora y
testimonio. Y muchos me ofrecen su divorcio entre fe y vida, frialdad e
indiferencia, negación del Dios vivo y olvido de mí.
Siento sed de
justicia. De justicia, en cuanto santidad de vida. Que todos sean santos
como tú, Padre, eres santo. Es una sed insaciable, es verdad, pero que
podría ser aplacada en gran manera si los hombres y mujeres de este
mundo fueran fieles a la voluntad del Padre y a mí, su Hijo, y al
evangelio que proclamo.
Sed de justicia también en cuanto respeto de
los derechos humanos, que busque siempre la equidad o igualdad entre las
personas y la promueva y defienda siempre el bien común. Una justicia
con misericordia, para que sea más justicia.
Pero, en respuesta a lo
que deseo y espero, me ofrecen el vinagre de su vida en pecado, de la
explotación del hombre por el hombre, de la violación sistemática de los
derechos humanos, de la injusticia clamorosa con lo más débiles y del
maltrato entre unos y otros.
Siento sed del agua abundante de la
gracia, que llegue, como lluvia buena, a los hombres y mujeres de todos
los tiempos. Una gracia que sea vida nueva en todos, vivificada
permanentemente por el Espíritu Santo.
Pero me ofrecen muchos el
vinagre del vacío interior, de una vida desértica y estéril. Viven
-valga la paradoja- muertos o moribundos.
Tengo sed en la persona
del que sufre, del pobre, del más débil, que pide ser saciado por los
que más tienen, por los que pueden, por los que aman de verdad. No
quiero que este mundo sea un desierto en el que nunca nacerá la flor del
amor y la solidaridad, sino un vergel regado con el agua más limpia
para que pueda ser plenamente saciado.
Y ahora muero de sed. Pero sé
también que de mi costado brotará agua junto con la sangre, y será un
agua que saciará la sed de muchos a lo largo de todos los tiempos. Y
ellos, con su vida fiel, me darán a beber el agua buena que necesito en
estos momentos, y mi sed quedará, en parte, saciada. Por eso, aunque me
cueste un enorme sacrificio, muero feliz. Merecía la pena haber llegado a
este momento, para que de mi costado, como si fuera una fuente
espléndida y generosa, brotara siempre el agua viva para todos.
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San Agustín:
(Cristo)
pide de beber y promete una bebida. Se presenta como quien está
necesitado, y tiene en abundancia para saciar a los demás. Si conocieses
-dice- el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. Pero de
momento habla a aquella mujer de un modo encubierto, y va entrando
paulatinamente en su corazón. Seguramente empieza ya a instruirla. ¿Qué
exhortación, en efecto, más suave y benigna que ésta? Si conocieses el
don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», seguro que se la
pedirías tú a él y él te daría agua viva (In Jn. ev. 15, 12)
P. Teodoro Baztán Basterra
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