"¡DIOS MÍO, DIOS MÍO!, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?"
"¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?"
(Mateo, 27: 46 y Marcos, 15: 34)
Siento
en este momento el dolor más agudo, el más intenso de los que he
sufrido hasta ahora. Es un dolor que afecta a todo mi ser. No es un
dolor físico. Es muchísimo más fuerte y más penetrante que el producido
por los latigazos, los clavos y las caídas. Me desangro por fuera, pero
siento también en mi corazón un vacío total. Me siento solo y roto por
dentro. Me desgarro en mi interior.
Es verdad que al pie de la cruz
está mi madre, que me consuela, me anima y me sostiene. Pero, ¿dónde
está mi Padre? He cumplido su voluntad hasta el final y no encuentro
respuesta alguna. Vine a este mundo enviado por Él, se acaba mi vida, y
no está a mi lado. Soy su Hijo y no lo siento junto a mí.
Soy uno
con Él, en una unidad irrompible y única, y lo siento ausente. No
soporto este dolor. No encuentro alivio alguno. Encuentro sólo silencio y
abandono. ¿Dónde quedan mis palabras dirigidas a ti ayer mismo, en la
despedida de los míos: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo,
para que tu Hijo te glorifique a ti... Glorifícame junto a ti? (Jn 17,
1, 5).
Soy uno contigo y me encuentro solo. Soy contigo un único Dios
y siento una separación total. Me desgarran todo mi cuerpo, y lo
soporto pacientemente como cordero como cordero llevado al matadero (cf.
Is 53, 7). Me abandonan mis discípulos, y los comprendo y perdono. Me
despojan de mis vestiduras y aguanto el frío y la vergüenza. Me levantan
en la cruz y acepto mi humillación.
Y pronuncio con inmenso dolor la cuarta palabra: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?
Mi
grito no es una queja sin más, profundamente dolorosa, sino una oración
de súplica esperanzada, dirigida a quien sé que me ama. No hay abandono
de mi Padre, pero lo siento y lo sufro. No hay lejanía, pero la padezco
como si la hubiera. No hay ausencia de un Padre con quien estoy
íntimamente unido, sino sensación momentánea de desamparo.
Te siento
ausente o lejano, quizás porque me he hecho pecado sin ser pecador. Y
también porque, con mi grito, hago mías todas las quejas de quienes,
porque sufren o porque se encuentran solos, te gritan a ti, Padre, como
yo. Sus gritos no son de desesperación, sino de súplica “sufrida”.
Ante
un dolor intenso y profundo, te lanzan un porqué doloroso y
desesperante. En la muerte trágica de un hijo te preguntan también por
qué. En los niños que mueren de hambre por la injusticia y ambición de
los potentados, en la desolación y angustia de los que viven en la
miseria más extrema, en el suicidio de un padre desesperado por o poder
alimentar a su familia, por las guerras en las que mueren sólo los
inocentes, por la opresión de los más débiles…, te gritan, lo mismo que
yo, por qué.
En lo alto de esta cruz y a punto de morir, hago míos
sus gritos, sus protestas y sus quejas, porque cargo sobre mí sus
debilidades y sus fracasos, como dirá Pedro en una de sus cartas (1 Pe
2, 24) y lo había profetizado Isaías (Is 53, 4).
Por eso, mi grito
es el de ellos. Pero también mi confianza plena en ti, mi convicción de
que los amas intensamente, como me amas a mí. Uno su dolor al mío, para
que sea también redentor y purificador. Sufro con ellos porque son
miembros de mi mismo Cuerpo, que es la Iglesia y del que soy la cabeza.
Sé,
Padre, que no abandonas a nadie, porque eres amor y sólo amor. Recibe y
acoge mi oración, aunque en opinión de muchos suene a escándalo. Recibe
y acoge la oración muy sentida y “sufrida” de muchos, porque, aunque
pareciera lo contrario, confían y esperan en ti.
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San Agustín:
Tú,
el Creador, no abandonas jamás a tus criaturas como ellas te abandonan a
ti. Entiendan que tú estás en ellos: que estás en lo hondo de los
corazones de los que se confiesan, y se arrojan en ti, y lloran en tu
seno tras de sus pasos difíciles. Tú enjugas con blandura sus lágrimas,
para que lloren todavía más y en su llanto se gocen. Porque tú, Señor,
no eres un hombre de carne y sangre; eres el creador que los hiciste y
que los restauras y consuelas (Conf. V, 2, 2).
P. Teodoro Baztán Basterra
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