LA BONDAD DEL MATRIMONIO (III)
Múltiple bondad del matrimonio
Ahora bien, cuál de estas sentencias sea la más congruente, o si aún restan otra u otras que de aquellas palabras de la Escritura santa puedan desprenderse, sería tarea de prolijas y problemáticas búsquedas y disertaciones.
Lo que aquí afirmamos, presupuesta la natural condición presente del nacer y del morir, que a todos nos es obvia y en la que hemos sido plasmados, es que en la unión conyugal del hombre y la mujer se asienta y radica un bien, y que esta alianza conyugal de tal manera y con tanta insistencia la encomienda y preceptúa la divina Escritura, que a la mujer separada de su marido no le consiente ni le hace lícito contraer nuevas nupcias mientras aquél viva; ni al marido, del mismo modo, abandonado por su mujer le permite vincularse a otra mujer mientras la suya legítima viviere.
Lo que se trata de investigar, pues, es por qué razón la bondad del matrimonio es llamada propia y justamente un bien; bien del matrimonio, que el Señor mismo ratificó en su Evangelio, no solo cuando prohibió repudiar a la esposa, a no ser por causa de adulterio (Mt 19,9), sino también porque Él mismo consintió ser invitado a unas bodas (Jn 2,2).
Entiendo que la razón de ello no radica en la sola procreación de los hijos, sino principalmente en la sociedad natural por uno y otro sexo constituida. Porque, de lo contrario, no cabría hablar de matrimonio entre personas de edad provecta, y menos aún si hubieran perdido a sus hijos o no hubieran llegado a engendrarlos.
Y, sin embargo, en el verdadero y óptimo matrimonio, a pesar de los años y aunque se marchiten la lozanía y el ardor de la edad florida, entre el varón y la mujer impera siempre el orden de la caridad y del afecto que vincula entrañablemente al marido y la esposa, los cuales, cuanto más perfectos fueren, tanto más maduramente y con unánime parecer, comienzan a abstenerse del comercio carnal; no porque más tarde hayan de verse forzados a no querer lo que ya no podrían realizar, sino porque les sirve de elogio haber renunciado a tiempo a aquello que más tarde habría de ser forzoso renunciar.
Si, pues, se mantiene firme la fe del honor y del obsequio debidos por parte de uno y otro cónyuge aun cuando el cuerpo comience a languidecer y vaya adquiriendo palidez de cadáver, perdura y se prolonga, no obstante, la castidad de los lícitamente matrimoniados tanto más sincera cuanto más probada y tanto más eficaz y segura cuanto más apacible.
Hay que adscribir aún una excelencia y un honor nuevos al matrimonio, y es que la incontinencia carnal de la juventud ardorosa, por inmoderada que sea, tórnase honesta cuando se endereza a la propagación lícita de la prole, y de ahí resulta que el matrimonio, del desorden de la libídine, sabe extraer su parte de fecundidad para el bien.
Añádase a esto que la concupiscencia de la carne se reprime y ordena con la unión conyugal y, si cabe hablar así, crepita y se abrasa más verecundamente cuando viene moderada por el afecto paterno. Es innegable, evidentemente, que los ardores de la voluptuosidad quedan atemperados por no sé qué mesura y gravedad cuando el hombre y la mujer se percatan sabiamente de que por la unión conyugal se han de convertir en padre y madre.
B. Conjug., III
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