domingo, abril 10, 2016

III Domingo de Pascua (C)- Reflexión

En este tercer domingo de Pascua el Evangelio nos presenta varias escenas. Cada una de ellas de suma importancia. La primera nos cuenta la tercera aparición de Jesús resucitado a los discípulos. Después de unos días de desconcierto y miedo a los judíos, los discípulos tienen que buscarse el pan, es decir, tienen que salir a trabajar. Y lo hacen donde solían hacerlo: en el lago de Galilea o Tiberíades. En este mismo lago hacía ya tres años que Jesús había llamado a Pedro, a su hermano Andrés, a Santiago y a Juan para que fueran pescadores de hombres. Aquí también Jesús apaciguó el mar embravecido que amenazaba con tragarse la barca y, con ella, a todos los que iban en ella. En aquel momento Jesús pronunció una palabra y el mar se calmó.

Siete de los discípulos están tratando de pescar algo para poder comer. Han faenado toda la noche y no han cogido nada. Se sienten derrotados. Amanece el día y las redes siguen vacías. Ellos eran pescadores expertos y conocían muy bien los caladeros y profundidades donde se escondían los peces del lago. ¿Qué podía haber pasado? No lo entendían.

Y ahora, cuando ya estaban dispuestos a abandonar, llega un desconocido, nada experto en el arte de la pesca, les dice que echen las redes a la derecha y que encontrarán peces grandes y en cantidad. ¡Pero si ya lo habían hecho a lo largo de toda la noche!... Lo hacen. ¡Y la red se llenó de grandes peces! ¡Es el Señor! dijo el discípulo que más amaba. Lo que a nosotros nos parecía imposible -pensarían ellos-, lo que nunca hubiéramos conseguido con nuestras solas fuerzas, lo hemos conseguido con la ayuda del Señor. ¡Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente! La confianza en el Señor nos ha salvado. 

“Sin mí no podéis hacer nada”, les había dicho Jesús en cierta ocasión. Y ahora comprueban que es verdad. Y nos lo dice también a nosotros. Sin él no podemos vencer la tentación ni el pecado, ni el miedo a la muerte, ni resolver situaciones muy graves personales o familiares… Sin él no podrá crecer nuestra fe, ni amar más y mejor, ni, por supuesto, salvarnos. Con él, el fruto será siempre abundante. Como fue abundante la pesca en el lago.

Otra escena: A Pedro, que lo había negado tres veces, tres veces le pregunta si lo ama de verdad. Pedro, muy sorprendido, hace una verdadera afirmación de amor inquebrantable en Jesús. Y tres veces también le encomienda Jesús a Pedro que apaciente a sus ovejas. Lo constituye pastor de su rebaño. Y añade Jesús: “Tú, sígueme”. Pedro ha sido el primero. Pero también serán los demás. Amarán a Jesús y lo seguirán hasta dar la vida por él. 

¿Y nosotros? Somos también enviados. Todos sin excepción. No somos sólo consumidores en la Iglesia, como si fuera un supermercado, sino, en nombre de Cristo, constructores de un mundo mejor, de una familia mejor, de una sociedad mejor, de una vida personal mejor con Cristo y por él. Nadie puede abstenerse de esta tarea. La Iglesia somos todos y de todos depende su crecimiento y su santidad. 

Es importante que nosotros, los discípulos de Jesús, nos dejemos conducir por el Señor y que sepamos actuar en su nombre, con humildad y por amor a él. Aquí estará la clave y el éxito de nuestras acciones: que no actuemos sólo, ni principalmente, por amor a nosotros mismos, sino que actuemos siempre por amor a Dios. Esto que, a primera vista, puede parecer fácil de hacer para un cristiano, no lo es. Porque es fácil mezclar nuestros propios y egoístas intereses con lo que decimos que es el interés de Dios. Hace falta mucha humildad y mucho amor a Dios para saber discernir en algunos momentos cuál es la voluntad de Dios. La oración sincera y humilde debe ayudarnos mucho en esos momentos.

Una tarea nada fácil. No lo fue para los primeros discípulos predicar el evangelio y ser testigos de Jesús. La incomprensión y la hostilidad del mundo en el que se movían tratarían de aplastar sus mejores propósitos. Pero ellos lo tenían muy claro: debían obedecer a Dios antes que a los hombres. No a cualquier dios, sino únicamente al Dios al que ellos habían descubierto en el rostro y en la vida del Maestro; sí, a un Dios de vida, de verdad y de amor. Y si tenían que padecer, o incluso morir, por el nombre de Jesús, ellos estarían siempre contentos de haber merecido aquel ultraje. Ellos, azotados y doloridos, caminaban, sin embargo, contentos, rebosantes de gozo por haber sufrido aquello por amor de Cristo. Cantando iban los mártires a la muerte del fuego, a ser devorados por las fieras. 

En la Eucaristía es el mismo Señor quien nos ofrece su pan, su cuerpo, Él mismo, y nos invita a comer. Y nos envía a la vida, al mundo para ser sus testigos, pase lo que pase. Él está con nosotros. Los encuentros con el resucitado siempre tienen una referencia eucarística, recordando lo que Jesús les dijo en la última Cena: “Haced esto en memoria mía”. Y cuando Jesús parte el pan, los discípulos ya no tienen ninguna duda de que es Él, de que ha resucitado como les había dicho. Ahora todo tiene sentido. Todos somos testigos del resucitado y hemos de anunciarlo a al mundo, a nuestro pequeño mundo. Cada uno, el suyo. Recordemos: sin Cristo, nada; con él, todo.
P. Teodoro Baztán Basterra

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