lunes, abril 11, 2016

PASCUA III C - Reflexión

Las invitaciones tienen su propio color y marcan siempre lo que hay de fondo en ellas: se descubre su sinceridad, su ilusión y el deseo de compartir la felicidad que se goza en momentos significativos de la vida. Esto proporciona alegría y motiva un estilo de cercanía mutua que, por otro lado, no se vislumbra en numerosas ocasiones en las que falta o, al menos, no se descubre, la verdad de quien invita.

Esta idea viene sugerida en el evangelio de hoy como expresión continua del Señor al hombre para que éste sea capaz de creer y corrobore que Dios es en verdad quien da a nuestra vida el sentido del amor y de la esperanza: “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 29); “al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos” 

(Apocalipsis 5, 13); “Jesús tomó el pan y se lo dio” (Juan 21, 13). En el fondo estamos encontrando la verdadera razón de la invitación: ha resucitado Cristo, el que creó todo y se compadeció de los hombres.

La vida cristiana tiene su propio arranque desde el misterio; el cristiano no puede tener conciencia de invitado si antes no señala a Dios como punto único de referencia: “sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa” (salmo responsorial). Esa es la fuente para poder reconocer en el interior que el misterio de Cristo resucitado renueva y rejuvenece el corazón del hombre. La vida cristiana, por lo tanto, no es otra cosa sino saber y querer recibir y reconocer la presencia de Cristo que no cesa de acercarse a la historia humana presentándole no cualquier lenitivo que sea algo así como una un dulce que se diluye sino una presencia viva que constantemente va repitiendo: “vamos, comed. Y tomó el pan y se lo dio” (Juan 22, 12-13).

Estamos en el tercer domingo de Pascua y cabe una pregunta: ¿sigue teniendo actualidad la presencia de Jesús Resucitado? Su resurrección marca el signo de la esperanza de nuestra resurrección gloriosa y, por eso mismo, nuestras personas pueden caminar siempre con la convicción de “testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen” (Hechos 5, 32). El camino de nuestra vida necesita la certeza de la salvación que Dios nos otorga sin ningún mérito nuestro para la conversión con el perdón de los pecados. Creer en esa gracia a la cual nos invita Dios debe llevarnos a glorificar y a agradecer siempre: “te ensalzaré, Señor, porque me has librado” (salmo 29). La presencia de Cristo resucitado, acercándose siempre a nuestra vida, exige una conciencia de fe y de amor.

Al igual que los apóstoles, queremos imprimir a nuestra existencia un ritmo propio, casi capaz de solventar cualquier dificultad y con buen porcentaje de protagonismo: “me voy  a pescar”, que, traducido a nuestro lenguaje puede tener visos  de nuestras fuerzas, de nuestros deseos y de nuestros sueños, y, sin embargo dejan de lado la presencia de Dios, su diaria “re-creación” de nuestras personas y de nuestra fe, su invitación amorosa de sentarnos a la mesa con Él y poder escuchar con fe su Palabra de vida. 

Puede ocurrir -medite cada cual en su corazón-, si estamos olvidando o ¿menospreciando? la constante invitación del Dios que se acerca, que quiere compartir con nosotros su amor (su pan y sus peces) y que a la vez nos insinúa que su presencia en el mundo y en la historia, debe ser anunciada por nosotros. Anunciar la Resurrección es anunciar que Cristo ha resucitado, el que creó todo, y se compadeció de los hombres. El anuncio es un don que se nos ha concedido y tiene todavía una fuerza de la gracia que asimismo es dar la vida por el evangelio y manifestando que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Anunciar al Resucitado tiene como certeza que “es el Señor” y que al igual que Pedro debemos dejarlo todo para ir en busca del Maestro.

A la luz de la Palabra examinemos nuestra actitud sincera de ser testigos del Resucitado. Tal vez no se nos prohibe en la calle taxativamente no anunciar a Cristo ni tampoco que nos callemos en la expresión de nuestra fe. Pero ese no es el peligro que podemos encontrar en el mundo sino en nosotros mismos. La resurrección comporta el agradecer a Dios que nos “ha librado y no ha dejado que nuestros enemigos de rían de nosotros” y así nos convertimos, con nuestra vida y con nuestra palabra, en testigos fieles del Resucitado.

San Agustín nos enseña el gran misterio al que hemos sido invitados: “Cristo murió por ti. Tomó de ti lo que ofrecería para ti, con cuyo ejemplo te enseñase. ¿Qué? Que has de resucitar. ¿Cómo lo creerías si no hubiera precedido una muestra de la carne tomada de la masa de la muerte? Luego en Aquel que primeramente resucitó, resucitamos; porque al resucitar Jesucristo, también resucitamos nosotros. No murió el Verbo y resucitó, sino que murió en el Verbo la carne y resucitó. Cristo murió en aquello que tú has de resucitar. Con su ejemplo te enseñó lo que no debes temer y lo que debes esperar. Temías la muerte: murió. Desconfiabas de la resurrección: resucitó. Pero me dirás: Él resucitó, ¿mas yo? Fíjate bien: Él resucitó en lo que tomó de ti por ti. Luego tu naturaleza te precedió en Él y lo que tomó de ti ascendió delante de ti: luego también allí subiste tú. Él subió primero, y en Él nosotros, porque su carne es carne del género humano. Luego en su resurrección fuimos sacados del abismo de la tierra” (Enarraciones sobre los salmos 70, II, 10).
P. Imanol Larrínaga

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