viernes, febrero 05, 2016

El jardín del Señor tiene muchas flores

Imitémosle también nosotros, hermanos, si amamos verdaderamente. Ningún fruto de amor podremos devolverle mejor que la imitación de su ejemplo, pues Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas (1P 2,21). En esta frase, el apóstol Pedro da la impresión de haber visto que Cristo padeció sólo por aquellos que siguen sus huellas y que la pasión de Cristo no aprovecha más que a los que le siguen. Los santos mártires lo siguieron hasta el derramamiento de su sangre, hasta imitarle en su pasión; le siguieron los mártires, pero no ellos solos. El puente no se derrumbó después de pasar ellos, ni se secó la fuente después de beber ellos. ¿Cuál es, si no, la esperanza de los fieles santos que llevan bajo la alianza conyugal, con castidad y concordia, el yugo del matrimonio, o la de quienes doman en la continencia de la viudez los placeres de la carne, o la de quienes, poniendo más alta la cima de la santidad y floreciendo en la nueva virginidad, siguieron al cordero adondequiera que fuera? ¿Qué esperanza, repito, les queda; qué esperanza nos queda a nosotros, si sólo siguen a Cristo quienes derraman su sangre por él? ¿Ha de perder la madre Iglesia a sus hijos, que engendró con tanta mayor fecundidad cuanta mayor era la tranquilidad de que gozaba en tiempo de paz? ¿Ha de suplicar que llegue la persecución y la prueba para perderlos? En ningún modo, hermanos. ¿Cómo puede pedir la persecución quien día a día grita: No nos dejes caer en la tentación? (Mt 6,13) Aquel huerto del Señor, hermanos, tiene —y lo repito una y tres veces— no sólo las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes, la hiedra del matrimonio y las violetas de las viudas. En ningún modo, amadísimos, tiene que perder la esperanza de su vocación ninguna clase de hombres: Cristo padeció por todos. Con toda verdad está escrito de él: Quien quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2,4).
Sermón 304, 2

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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