viernes, enero 08, 2016

Razones para amar (2)

 ATRACCIÓN IRRESISTIBLE


Cuando el hombre descubre y experimenta este amor, se siente atraído irresistiblemente por él. Como el mineral de hierro por el imán.
"Muestras un ramo verde a la oveja, dice Agustín, y la atraes. Muestras un puñado de avellanas a un muchacho, y lo atraes: corre, es atraído, es atraído por el amor, es atraído sin lesión corporal, es atraído por el lazo del corazón" (In Io. ev. 26, 5).

Un oasis en el desierto, aunque esté más allá del horizonte, atrae con fuerza irresistible a los caminantes sedientos y fatigados por la travesía interminable y penosa. La esperanza de llegar y satisfacer la sed es un peso que "va llevando" al caminante por el desierto.

Dios es la fuente de todo amor, y el hombre, un caminante siempre sediento de amar y ser amado. Como Agustín. Como tú y yo. Como todos. Agustín vivió y sufrió esta experiencia hasta que encontró la fuente. Después, hasta su muerte, seguía viviéndola, pero gozando y saboreándola.

El peso del amor lleva hacia arriba. Hacia Dios. Como la savia que arranca de la raíz y es atraída por el tronco y las ramas. Así también del hombre interior brota una corriente de amor que lo va llevando hasta Dios, su "lugar propio", su descanso y quietud, su plenitud y su gozo.

NUNCA FALTA LA NOCHE OSCURA

Estarías muy equivocado -pienso yo- si pretendieras vivir y gozar esta experiencia mística sin pasar por la noche oscura, donde el amor es probado y se hace fecundo. Y seguiría la equivocación si atribuyeras a Dios el paso por esa noche.

Noche oscura es todo lo que te coloca, o te puede colocar, al borde de la desesperanza, del abandono y de la protesta. Allí surgen a veces -y es comprensible que así sea -, muchos porqués sin respuesta, dudas que son casi negación, actitudes de rechazo y la sensación del desamor. Aunque no sea una respuesta -no soy tan ingenuo-, sé que detrás de los nubarrones y de la tormenta está el sol que no ha dejado de brillar y dar calor.  Estos "porqués" recorren todas las  páginas bíblicas, particularmente las del antiguo testamento. El salmista se queja a menudo de la persecución del justo, del sufrimiento del inocente, del triunfo de los pecadores... No hay respuesta humana que pueda aquietar del todo al que así se queja. Yo sólo sé que Jesús, en el momento supremo de su amor al hombre, lanzaba al Padre esta misma queja y pregunta: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46). Y allí mismo nos engendró a la vida. 

COMO ÉL NOS AMÓ
Pero el Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Dios cristiano, nos dice que el camino para llegar a Él pasa necesariamente por el hermano. Ésta será tu experiencia de Dios más cristiana. El "peso del amor" se hace, entonces, común y también único. Tú sabes que lo que Dios ha unido -amor a Él y al hombre -, nadie lo puede separar. Este amor único llevó a Jesús hasta la muerte y a dar, así, la vida a todos en abundancia.

El hermano es todo hombre que pisa este mundo. Mientes si dices que amas a Dios y, al mismo tiempo, odias o no amas a alguien, quienquiera que él sea. Porque para Dios no hay acepción de personas.

Y es de ley que amemos como Él amó: "Amaos como yo os he amado" (Jn 13, 34). ¡Casi nada! Tarea nada fácil, pero necesaria. Tarea siempre pendiente y siempre ineludible. ¿Hasta la muerte si fuera preciso? Hasta la misma muerte. Como Jesús. ¿Acaso una madre no ama de esta manera? ¿Y no va ser tanto o más fuerte el amor de un cristiano?

El amor de Cristo -punto de referencia necesario para todo creyente- es un amor gratuito, generoso, sacrificado, total. Así, y no de otro modo, debe ser nuestro amor a Dios y al hermano.

El hermano. Todo él -su realidad, sus necesidades, su hambre y sed de amar y ser amado, sus preocupaciones y fracasos, y también sus gozos y esperanzas- es una fuerza de arrastre; y el amor que suscita en nosotros, un peso que nos lleva hasta él.

El amor al prójimo se llama caridad, y "la caridad, dice Agustín, es como la andadera del espíritu. Ten, por tanto, dos pies; no cojees. Ama a Dios y ama a tu prójimo" (En. in ps. 33, s. II 10).
La historia de la humanidad, si arrancas de ella las páginas manchadas de sangre y expolios, que no son pocas, está llena de gestos de solidaridad, de acercamiento a los más débiles, de caridad exquisita. Los ejemplos son innumerables.

UNA TAREA SIEMPRE NUEVA

Todo creyente, si acoge con amor la Palabra, es apremiado por el amor de Cristo para derribar los muros de separación, entrar en relación con el otro -quienquiera que él sea- y construir la unidad en el único amor que arranca de Dios.

El enfermo de sida o el parapléjico, el que muere de hambre, el que nada puede ofrecerte a cambio, el anciano desahuciado y abandonado, el drogadicto sin salida posible, el que vive y muere en la desesperanza, y otros así, son un reclamo para todo hombre que, consciente o inconscientemente, es poseedor de una chispa siquiera del amor que Dios ha depositado en él.

Son muchos los que, movidos por el amor, se apuntan al voluntariado. Ocurre que, como es noticia buena y de todos los días, no aparece en los medios de comunicación.

En tu país son miles, cientos de miles quizás, los voluntarios, creyentes y no creyentes, que trabajan en diversos organismos en favor de los demás: Cruz Roja, Caritas, Proyecto Hombre, acogida de exiliados e inmigrantes, asistencia a presos, ayuda a proyectos del llamado tercer mundo y mil instituciones más.

¿Qué "les lleva" a ayudar y servir al más débil y necesitado? Únicamente el peso del amor. No hay otra respuesta. Muchos hablan de altruismo, filantropía, defensa de los derechos humanos, deber social..., lo mismo da. El amor tiene todos esos nombres.

El peso del amor cristiano -lo digo con todo respeto a los que así aman sin ser creyentes, admirables ellos y dignos de todo elogio- es más fuerte, o debería serlo, porque lleva en sí la carga del amor de Cristo, que, por el Espíritu, se ha derramado profusamente en el corazón de todos sus seguidores fieles. 

Pero hay también -lo admito- corazones endurecidos. Su peso es, en ellos, como el de la piedra, que, dejada "a su antojo", se lanza siempre hacia abajo, hacia sí mismos, arrollando muchas veces todo lo que le estorba, todo lo que le impide encontrar su "propio lugar", allí en lo más profundo del barranco.   Así es el peso del amor de quien se busca siempre a sí mismo a costa de los demás.

EL HERMANO COMO CAMINO

El camino mejor para encontrarse uno a sí mismo y ser feliz -lo dice el evangelio- es el que se hace a través del otro, porque es el único que nos lleva a Dios, que, para sorpresa de todos, está dentro de nosotros, y que, una vez hallado y gozado, nos lanza de nuevo hacia afuera, hacia el hermano, en un constante retorno del amor único.
"Llena al pobre con la plenitud de tu amor para que la plenitud del amor de Dios llene tu propia pobreza" (Serm. 53, 5).
Así es en teoría, o mejor, ésta es la utopía del amor de Dios en nosotros. Que así lo sea también en la realidad, es otro cantar. Porque hay fuerzas que contrarrestan con mucho poder el peso del amor bueno. El egoísmo, por ejemplo, y la comodidad personal, la apatía y el "ahí me las den todas". El pecado. Porque pecado es todo lo que es antiamor o desamor.

A veces me pregunto por qué quiso Jesús -y así lo determinó- que el amor al hermano fuera ley o mandamiento. Porque, por ejemplo, no hay legislación alguna, ni la ha habido, que obligue a una madre a amar a sus hijos. Si el amor que Dios ha depositado en nuestros corazones es tan fuerte, ¿por qué es necesaria la ley?

Por la debilidad de la naturaleza humana y por la dureza de nuestro corazón. Porque, mientras estemos en camino, el egoísmo no estará del todo vencido. Y, también, porque el diablo -por etimología, el que desune y separa- sigue actuando contra el peso del amor. No cabe otra respuesta.

P. Teodoro Baztán Basterra
Lámparas de barro. Págs. 204-208

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