domingo, enero 10, 2016

Bautismo del Señor. Reflexión

Hay que sentir la necesidad de un tiemo nuevo, de un camino nuevo, de una ilusión nueva… De otra manera, ¿qué sería de nuestra vida? Si hay algo que arrincona a la persona en un pasotismo, en una incoherente visión ajena, es precisamente la carencia de un horizonte. Es c/ierto que el horizonte se vislumbra bastante crudo en el tiempo  y en las realizaciones personales, pero también es verdad que, en razón de unas convicciones fundamentales y de una conciencia recta, el camino nuevo se percibe como tiempo y espacio a emprender.
    Todo esto lo sugiere providencialmente el misterio del Bautismo del Señor, cuya fiesta hoy celebramos. Fiesta que, por otro lado, es providencial por distintos motivos: marca un sentido nuevo al creyente y, por otro lado, reafirma la condición propia del cristiano en su ser y en su misión en el mundo. Lo del ser viene corroborado por la oración colectra: Señor, Dios nuestro, cuoyo Hijo se manifestó en  la realidad de nuestra carne, concédenos poder tranasformarnos internamente a imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros en su humanidad. 

    Lo de hacer se plasma en  las palabras del apóstol Pedro: me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y cufrando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él (Hechos 10, 38). La síntesis es total y, además, necesaria en su compromiso y en su testimonio; el creyente encuentra en Jesús la realización de su persona y, también, la forma concreta de manifestar el seguimiento del Maestro.

    El Hijo de Dios vino a señalar el camino de los hombres y quiso plasmarlo claramente con el ejemplo de su vida para que “los hombres reconociesen en él al  Mesías, enviado a anunciar la salvación de los hombres” (Prefacio). Y ¿cómo anunciar la salvación? Con una doctrina siempre viva, vibrante, precedida por el propio ejemplo. O sea, nos enseñó con su vida y su muerte como en sus mismas palabras. Por eso comienza su vida pública sometiéndose al bautismo de penitencia que Juan predicaba Sólo así Él nos puede exhortar a la conversión, al reconocimiento de nuestros pecados y al enfoque de la vida desde la fe.

    El adentrarnos en el bautismo administrado por Juan a Jesús en el Jordán es un momento especial para comprender el Evangelio. Los apóstoles comenzaban la narración de los hechos y dichos del Señor a partir de este acontecimiento: mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho  a las naciones... (Isaías 42, 1-2). El el misterio del Bautismo de Jesús nos adentra en nuestro propio misterio: en Cristo encontramos al Maestro a quien escuchar e imitar, el Maestro que nos enseña cuál es y cómo debemos realizar nuestra misión en el mundo. El Bautismo de Jesús no es el sólo un recuerdo que anualmente vivimos y celebramos al finalizar el tiempo de Navidad; es, más bien, el punto de partida de nuestra identidad cristiana y también para vivir con una conciencia de hijos de Dios ya que hemos “renacido del agua y del Espíritu Santo.

      Toda la realidad del bautismo que Jesús ofrece a los hombres se encuentra contenida de una forma completa en su propio bautismo. La abertura del cielo no es signo del final del tiempo sino un medio necesario para que descienda el Espíritu. Todo se centra en el Espíritu y en la voz del Padre que proclama a Jesús como su Hijo. Aquí se centra la base y el sentido del bautismo de la Iglesia. De ahí se deduce que nosotros somos cristianos porque descubrimos en Jesús el amor del Padre que le envía y la fuerza del Espíritu que actúa por medio de su obra. Además, aceptar el bautismo significa recibir el Espíritu de Jesús como la verdad infinita, el juicio de Dios sobre la historia. El bautismo nos configura con Cristo, infundiéndonos la fe, la esperanza y el amor, así como los dones del Espíritu Santo que nos convierten en templos de la Santísima Trinidad y miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo.

    Necesitamos reflexionar sobre el dinamismo bautismal  para no replegarnos en horizontews limitados; los hijos de Dios estamos llamados a ser “luz del mundo y sal de la tierra”. Siempre, pero mucho más, en un año de la Misericordia, hay que estar atentos  para que por negligencia o por condescendía con las cosas del mundo nos privemos de la hermosa experiencia de ser hijos de Dios y miembros de la Iglesia. La fe nos ilumina el camino cristiano al enseñarnos que todas las vicisitudes cristianas han de contemplarse a la luz de la eternidad  en un impulso constante de esperanza y amor,
y sin olvidar que con la gracia de Cristo llegamos al conocimiento de la Verdad.

    Vivir y expresar con alegría y hasta con ilusión el ser cristianos desde el bautismo nos debe llevar a un testimonio de Dios en el marco de la sociedad y, también, dentro de la misma Iglesia. Salgamos de la pasividad que tanto nos desinfla y que tantas veces, aunque no lo sentimos, es un daño para toda la comunidad eclesial al no expresar valientemenmte quién es Dios. Tal vez, el hecho descuidado de no renovar las promesas del Bautismo, se convierten en el gran obstáculo para no ser valientes en la expresión de la fe y en todas sus consecuencias.

    Es hora de espabilarnos y gritar al Señor: “aquí estoy yo, Señor, para hacer tu voluntad”.

P. Imanol Larrínaga, OAR

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