Traslado a Roma, engañando a su madre
También fue obra tuya para conmigo el que me persuadiesen irme a Roma y allí enseñar lo que enseñaba en Cartago. Pero no dejaré de confesarte el motivo que me movió, porque aun en estas cosas se descubre la profundidad de tu designio y merece ser meditada y ensalzada tu siempre presente misericordia para con nosotros. Porque mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal cosa —aunque también estas cosas pesaban en mi ánimo entonces—, sino la causa máxima y casi única era haber oído que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases 13, merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a menudo y en tropel en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin su permiso; todo lo contrario de lo que sucedía en Cartago, donde es tan torpe e intemperante la licencia de los escolares que entran desvergonzada y furiosamente en las aulas y trastornan el orden establecido por los maestros para provecho de los discípulos. Cometen además con increíble estupidez multitud de insolencias, que deberían ser castigadas por las leyes, de no patrocinarles la costumbre, la cual los muestra tanto más miserables cuanto cometen ya como lícito lo que no lo será nunca por tu ley eterna, y creen hacer impunemente tales cosas, cuando la ceguedad con que las hacen es su mayor castigo, padeciendo ellos incomparablemente mayores males de los que hacen.
Así, pues, me vi obligado a sufrir de maestro en los demás aquellas costumbres que siendo estudiante no quise adoptar como mías. Y por eso me agradaba ir allí [Roma], donde los que lo sabían aseguraban que no se daban tales cosas. Mas tú, Señor, esperanza mía y porción mía en la tierra de los vivientes (Sal. 141,6), a fin de que cambiase de lugar para la salud de mi alma, me ponías espinas en Cartago para arrancarme de allí y deleites en Roma para atraerme allá, por medio de unos hombres que amaban una vida muerta: unos haciendo locuras aquí, otros prometiendo cosas vanas allí, usando tú para enderezar mis paso (Sal. 39,3) ocultamente de la perversidad de aquéllos y de la mía. Porque los que perturbaban mi ocio con gran rabia eran ciegos, y los que me invitaban a lo otro sabían a tierra (Fil. 3, 19), y yo, que detestaba en Cartago una verdadera miseria, buscaba en Roma una falsa felicidad.
Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e irme allí sólo tú lo sabías, oh Dios, sin indicármelo a mí ni a mi madre que lloró amargamente mi partida y me siguió hasta el mar.
Pero hube de engañarla, porque me retenía por fuerza, obligándome o a desistir de mi propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí tener que despedir a un amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el viento, se hiciese a la vela. Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me escapé, y tú perdonaste este mi pecado misericordiosamente, guardándome, lleno de execrables inmundicias, de las aguas del mar para llegar a las aguas de tu gracia, con las cuales lavado, se secasen los ríos de los ojos de mi madre, con los que ante ti regaba por mí todos los días la tierra que estaba bajo su rostro.
Sin embargo, como rehusase volver sin mí, apenas pude persuadirla a que permaneciera aquella noche en lugar próximo a nuestra nave, en la Memoria de san Cipriano. Y aquella misma noche me partí a clandestinamente sin ella, dejándola orando y llorando. ¿Y qué era lo que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas, sino que no me dejases navegar? Pero tú, mirando las cosas desde un punto más alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de lo que entonces te pedía para hacerme tal como siempre te pedía.
Sopló el viento, hinchó nuestras velas y desapareció de nuestra vista la playa, en la que mi madre, a la mañana siguiente, enloquecía de dolor, llenando de quejas y gemidos tus oídos, que no los atendían, antes bien me dejabas correr tras mis pasiones para dar fin a mis concupiscencias y castigar en ella su afecto carnal con el justo azote del dolor. Porque también como las demás madres, y aún mucho más que la mayoría de ellas, deseaba tenerme junto a sí, sin saber los grandes gozos que tú le preparabas con mi ausencia. No lo sabía, y por eso lloraba y se lamentaba, acusando con tales lamentos el fondo que había en ella de Eva al buscar con gemidos lo que con gemidos había parido.
Conf. V, VIII, 14-15
0 comentarios:
Publicar un comentario