Llega Mónica a Milán
¡Esperanza mía desde mi juventud!(Sal. 70,5) ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Pero yo caminaba por tiniebla (Is. 50, 10) y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar (Sal. 67, 23), y desconfiaba y desesperaba de encontrar la verdad.
Ya había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad, siguiéndome por mar y tierra, segura de ti en todos los peligros; tanto, que hasta en las tormentas que padecieron en el mar era ella quien animaba a los marineros —siendo así que suelen ser éstos quienes animan a los navegantes desconocedores del mar cuando se turban—, prometiéndoles que llegarían con felicidad al término de su viaje, porque así se lo habías prometido tú en una visión.
Me encontró en grave peligro por mi desesperación de encontrar la verdad. Sin embargo, cuando le indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano católico, no saltó de alegría como quien oye algo inesperado, por estar ya segura de aquella parte de mi miseria, en la que me lloraba delante de ti como a un muerto que había de ser resucitado, y me presentaba continuamente en las andas de tu pensamiento para que tú dijeses al hijo de la viuda: joven, a ti te digo: levántate4, y reviviese y comenzase a hablar y tú lo entregases a su madre.
Ni se turbó su corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de lo que con tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras, viéndome, si no en posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes bien, porque estaba cierta de que le habías de dar lo que restaba —pues le habías prometido concedérselo todo—, me respondió con mucho sosiego y con el corazón lleno de confianza, que ella creía en Cristo que antes de salir de esta vida me había de ver católico fiel.
Esto en cuanto a mí, porque en cuanto a ti, ¡oh fuente de las misericordias!, redoblaba sus oraciones y lágrimas para que acelerases tu auxilio y esclarecieras mis tinieblas, y acudía con mayor solicitud a la iglesia para quedar suspensa de los labios de Ambrosio, como de la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna5. Porque amaba ella a este varón como a un ángel de Dios, pues conocía que por él había venido yo en aquel intermedio a dar en aquella fluctuante indecisión, por la que presumía segura que había de pasar de la enfermedad a la salud, salvado que hubiese aquel peligro agudo que, por su mayor gravedad, llaman los médicos «crítico».
Conf. VI, I
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