domingo, octubre 19, 2014

DOMINGO XXIX del TIEMPO ORDINARIO

¿Quién es el centro de nuestra vida? Porque nosotros vivimos, nos movemos... pero ¿quiénes somos? Vale la pena centrar nuestra atención en la oración-colecta de hoy: “Dios todopoderoso y eterno, te pedimos  entregarnos a ti con fidelidad y servirte con sincero corazón”. Para pedir de esta manera hace falta profunda convicción de quiénes somos nosotros y a Quién nos dirigirnos.

En la mayoría de los casos nos dirigimos a Dios sin precisar ni Quién es ni ante Quién estamos; algo así como si fuera una relación en lo humano para la cual no hay que formularse muchas precisiones. La consecuencia es entonces muy clara: estamos muy lejos de creer en la afirmación de “Yo soy el Señor y no hay otro otro; fuera de mí no hay otro”. Y, sin  embargo, creer en esa afirmación hace que nuestras personas sientan la seguridad más grande y más necesaria en su vida,

Nuestro día a día se ha vuelto una tarea agotadora y no solo por la prisa con que pasamos de una tarea a otra  sino por no saber hacia dónde vamos tan deprisa. Es necesario, pues, devolver a la vida una atmósfera de misterio y poblarla con imágenes y palabras que nos remitan a Dios. Es necesario que la vida del hombre recupere su reposo y descanso en el misterio de Dios que no está lejos (cf. Mateo 11, 27- 28), sino a la espera de que el hombre se deje encontrar de nuevo por Él (cf. Lucas 15).Todos nos empeñamos con mayor o menor en una apropiación indebida del trabajo que deriva en querer ser sueños y señores ¿Qué ocurre entonces? Que nos separamos de Dios y de lo religioso... Y, en este sentido, nuestras personas poco pueden valorar ni vivir lo que dice san Pablo: “ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor” (I Tesalonicenses 1, 3).

Cuando le preguntan a Jesús: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad” (Mateo 22, 16), a primera vista parece que la pregunta posterior es sincera y, sin embargo, es querer envolverle en una trampa, el Señor responde muy duramente: “hipócritas, ¿por qué me tentáis?” (ib. 22, 18), como haciendo caer en la cuenta de que las falsas justificaciones son actitudes engañosas para ocultar una conducta que no es correcta. Pretendemos que bajo el amparo de Dios, siempre “compasivo y misericordioso”, tapar nuestra veleidad y justificarnos las medias verdades. La verdad única es “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (ib. 22, 21). Nos encontramos, pues, ante la necesidad de una postura interna proveniente de la sinceridad y sin fariseísmos. ¿Hasta qué punto pensamos en una religión, en un Dios desde la verdad y desde la fe sincera y exigente? Porque aquí se trata de una vida cristiana que acoge la sorpresa y la novedad diaria de Dios en medio del rigor de nuestros proyectos bien elaborados y que nos llenen dejando a lado lo que no es fundamental y que puede definir sin ambages una vida cristiana auténtica. El hecho es que barajamos en la misma mano la elección de dos dioses cuando en verdad no hay más que UNO. Somos los fariseos que queremos esconder nuestra media verdad y tratar así de justificarnos ante Dios. Por eso, recibimos de Jesús la misma respuesta.

En el mundo en que nos encontramos deberíamos dirigir al Señor la actitud de “un corazón libre” que provoque una mirada limpia y que nos planteara a la vez que en nuestra vida no caben dos lenguajes sino uno solo: “decid a los pueblos: ” (Salmo responsorial). Esta confesión de fe nos llevaría a crear constantemente en nosotros la novedad de Dios; éste es nuestro desafío porque nos configura a “imagen y semejanza de Dios”. Necesitamos crear, vivir en un aire más puro, sin hipocresías y sin estar tanto tiempo mirando al reloj porque tenemos que encontrarnos con el César. Y esto no puede ser...

Para un cristiano la fe, si es auténtica, le lleva a ensanchar  el espacio, a salir a las orillas y a vivir en una mística de acogida humana y creyente. Somos personas que vivimos en una realidad humana pero que jamás puede ni debe separarse de su fuente verdadera que es Dios, Dios Padre nuestro, que es el Único a quien debemos adorar. ¿Somos capaces, mejor, necesitamos un imaginario que nos oriente  y nos atraiga, y que, al mismo nos haga vivir en la realidad humana y disfrutar el sabor definitivo del Reino? Jesús entró en un mundo real, el de los sencillos y el de los hipócritas; entró en conflicto con el mundo religioso de la sinagoga y hacía frente a lo que no representaba vida nueva, la salvación, para el pueblo.
 
Hoy tenemos que preguntarnos si nuestra actitud es acercarnos a la realidad del mundo y descubrir y anunciar la novedad de Dios que desinstala nuestra comodidad más o menos centrada en los pequeños o grandes Césares a los que destinamos tantas horas y preocupaciones. El mensaje de la Palabra es bien claro: “Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios” (Isaías 45, 5). Ante esta afirmación no valen los juegos y por eso necesitamos recordar que somos radicalmente ambiguos. Por no discernir esto, nos exponemos a cultivar dinamismos que nos harán mucho daño como los que descalifica Jesús.

Recordemos que la vida se expone a cualquier palabra como también a cualquier inconsecuencia; por eso, escuchar del Hijo de Dios una palabra de “vida verdadera”, de sabor y de gozo, es sentirse amados por el único Dios a quien debemos adorar. El Evangelio es siempre un ofrecimiento de una calidad nueva: es presencia del Hijo de Dios, es paz, camino, esperanza, es una seducción cuando en nosotros hay confesión de seguir los pasos de un único Maestro. Concretamente, en el evangelio de hoy, Jesús ofrece vida para todos...

Tengamos presente a este respecto la enseñanza de san Agustín: Reesculpamos mediante el amor a la verdad aquella imagen según la cual fuimos creados y devolvamos a nuestro César su propia imagen. Esto habéis escuchado en la respuesta del Señor a los judíos que querían tentarle: "¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo", es decir, la imagen y la inscripción. Mostradme lo que tributáis, lo que preparáis, lo que se os exige; enseñádmelo. Le presentan un denario, y preguntó de quién era la imagen. Le respondieron: "del César". También este César busca su imagen. El César no quiere que perezca lo que él ordenó y Dios no quiere que perezca lo que él ordenó y Dios no quiere que perezca lo que él hizo. El César, hermanos míos, no hizo la moneda; la hacen sus acuñadores; ordena  a los artífices que la hagan; lo mandó a sus ministros. La imagen está grabada en la moneda; en ella se halla la imagen del César. Con todo, busca lo que otros imprimieron; atesora, no quiere negarse a sí mismo. La moneda de Cristo es el hombre. En él está la imagen de Cristo, en él el nombre de Cristo, la función de Cristo y los deberes de Cristo (Sermón 90, 10).
P. Imanol Larrínaga

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