SANTA MÓNICA
Toca hoy vislumbrar un hecho: el nombre de una persona. Por supuesto, muy en consonancia a una precisión histórica y con un influjo decisivo por su fidelidad. Nació en Tagaste hacia el año 331 (hoy llaman al lugar Souk Ahrás), y desde entonces se la conoce y se la venera como MÓNICA.
A decir verdad, la vida de Mónica tiene una perspectiva de humildad por su silencio y por su constante andadura en busca de lo mismo, eso mismo que tanta impresión causará en el ánimo de su hijo en el transcurrir de su existencia y cuya repercusión será alimento de toda una vida espiritual para Dios: no callaré lo que me nace del alma sobre aquella sierva vuestra que me dió a luz en su carne para que naciese a esta vida tenporal, y en su corazón para la eterna. No diré sus prendas, sino vuestros dones en ella. Porque ni ella se había hecho a sí misma, no se había educado a sí misma. Vos la criasteis, sin que su padre ni su madre supiesen cuál había de ser su hija. (Confesiones IX, 8, 17).
La trayectoria terrena de Mónica nace en un ambiente, en una ciudad que era cruce de muchos caminos. Al fin y al cabo, África en su gran misterio, orgullosa de su historia, de sus momentos, de su lujo y comercio, de poderío y placeres. Aquí nace Mónica y desde aquí ofrece su propia historia, una página totalmente expresada en alabanza a Dios por su misericordia. Mónica aprendió desde su tierna infancia una lección posterior de su hijo: nuestros pasos en este camino (el de Cristo) son el amor de Dios y del prójimo; una autèntica lección cristiana que da sentido a la vida. Será una lección viva, sintonía que marcará el ritmo gozoso de los años, de un mañana complicado y lleno de dificultades. Desde pequeña, Mónica se habitúa graciosamente a un lenguaje del amor, a no tener el corazón cerrado a nadie, en correspondencia a tanto don recibido, abierto a cualquier necesidad. Su ejemplo será la siembra constante luego en el ambiente familiar donde unos y otros contemplarán ensimismados los brotes de la caridad que continuamente ofrece la madre...
Agustín, su hijo, describirá en su momento que su madre era un “miembro sano” de la Iglesial, afirmaciòn plena y sin remilgos. Y esto es importante en nuestro momento: en el caso de Mónica conviene clarificar dos extremos: situarla en un nimbo milagrero o dejar solamente su expresión a lo que los datos y referencias ofrecen, y sin intuir que la santidad es una ascensión continua hacia lo alto... Es bueno seguir contemplando el amanecer de Mónica ya que ahí se vislumbra una interioridad de encuentro con Dios, pero, a la vez, es necesario entrar en una experiencia que será un tema constante en su vida: vivir en diálogo inquirente y compartido con Dios. El diálogo inquirente va más allá de las preguntas propensas; en el ámbito de la fe se camina hacia una experiencia, se comparte, que solamente los pequeños y sencillos lo experimentan.
Agustín oyó muchos consejos de su madre, pero ¿no cabe pensar que Mónica tuvo presente en su interior la enseñanza catequética de tantos días y años en la iglesia? Todo lo que Agustin recuerda de su madre es como una trasmisión de experiencias de fe, de doctrina y vida que se comparten y van aunando a las personas en un modelo comunitario de fe hasta llegar a ser “miembros sanos” en la Iglesia, conscientes del don recibido y de la misión a realizar.
El realismo en la vida es un factor que define y siembra esperanza. Y, sin pasar por un idealismo, es posible llegar al interior de esta mujer que deja modelar su persona desde la gracia. Se trata de incidir desde Dios en las realidades humanas, tan concretas y tan decisivas. Sin plan de dulcificar la imagen de Mónica es situarla enfrentándose a las actitudes de narcisismo y apatía tan corrientes a nivel de sociedad de su tiempo y con una vivencia interior radical y profunda. Pero es bueno recalcar en ella la capacidad de recibir y expresar la misericordia y ser agente histórico de la misma, acogiendo el perdón de Dios y prolongándolo, llena de gozo y agradecimiento, hacia los demás. Subyuga profundamente esta idea y su experiencia hace posible en Mónica un ejemplo muy considerado de plenitud y como algo que define su trayectoria hacia la santidad cristiana.
El ejemplo de Mónica nos enseña el modo de ser libres en la vida. Ella, que tendrá la experiencia de sopesar tantas veces las circunstancias, es una maestra de caminar no metida sin más en el engranaje social de su tiempo, de las personas y de su ambiente, sino que sabe escrutar poco a poco las motivaciones de tantos pasos aun a sabiendas del influjo que los demás pueden tener en ella. Sentirse llevada de la mano de Dios es para Mònica, en su camino, lo que dice su hijo Agustín: El seguimiento de Dios es la búsqueda de la felicidad y posesión de la felicidad misma. Con el amor le seguimos, y lo conseguimos, no identificándonos con Él, sino acercándonos a Él y tocándole con un contacto maravilloso y espiritual, quedando totalmente ilustrados y penetrados de su verdad y santidad. Porque Él es la misma luz; a nosotros nos toca ser iluminados por Él (Costumbres de la Iglesia católica I, 1, 18).
El Dios de Mónica es un Dios real, de cada momento. Esta expresión, por el hecho de ser tan conocida, puede sonar a perogrullada e incluso bastante fácil de esgrimir. Pero, en su propia carne y junto al latigazo del dolor, sabe cómo la cercanía de Dios es una garantía total para el viaje terreno hacia la eternidad. Lo único que ha pedido al Señor es experimentar su bondad, vivir con ella para poder alabarle y bendecirle eternamente.
El ofrecimiento de Mónica a Dios viene así a enseñarnos la lecciòn del justo medio y de la lógica: Mónica ha sabido estar siempre en su sitio y Dios ha jugado el papel principal... Mientras tanto ella desaparece de escena y a nosotros nos deja la esperanza de un camino; un camino que nosotros hemos tratado de conocer y que es motivo de alabanza a Dios.
P. Imanol Larrínaga
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