San Agustín nos habla de Santa Mónica (6)
Las Confesiones
LibroIX Capítulo XII
Dolor y llanto contenido por la muerte de su madre
Cerraba yo sus ojos y una tristeza inmensa se agolpaba mi corazón, que
ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, ante la orden
imperiosa de mi alma, reabsorbían su fuente hasta secarla, padeciendo
con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el
último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; pero calmado
por todos nosotros, calló. De ese modo aquello que había en mí de
pueril, y me provocaba al llanto, también era acallado por la voz
adulta, la voz de la mente. Porque juzgábamos que no era conveniente
celebrar aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales
se suele frecuentemente deplorar la miseria de los que mueren o su total
extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había muerto del
todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus
costumbres, por su fe no fingida que son argumentos de seguridad.
¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente
que me había causado el romperse repentinamente aquella costumbre
dulcísima y carísima de vivir juntos?
Cierto es que me llenaba de
satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en esta su
última enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me
llamaba piadoso y recordaba con gran afecto de cariño no haber oído
jamás salir de mi boca la menor palabra dura o contumeliosa contra ella.
Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro, este honor que yo le había
dado en comparación de lo que ella me había servido? Por eso, porque me
veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y
despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola con la suya.
Calmado, pues, que fue el llanto del niño [Adeodato], tomó Evodio un
salterio y comenzó a cantar —respondiéndole toda la casa— el salmo
Misericordia y justicia te cantaré, Señor. Enterada la gente de lo que
pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y mientras los
encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro,
yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no habían
creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas propias
de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi
tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían
atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.
Pero en tus
oídos, en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi
afecto y reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún
tiempo, pero que nuevamente me arrastraba con su ímpetu, aunque no ya
hasta derramar lágrimas ni mudar el semblante; sólo yo sabía lo oprimido
que tenía el corazón. Y como me desagradaba sobremanera que pudiesen
tanto en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han de suceder por
el orden debido y por la naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi
dolor con nuevo dolor y me atormentaba con doble tristeza.
Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, lo acompañamos y
volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te
hicimos, cuando se ofrecía por ella el Sacrificio de nuestro rescate,
puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como
suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, pero sí
anduve todo el día interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con
la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que
yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este
documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se
alimentan ya de vanas palabras.
Asimismo, me pareció bien tomar
un baño, por haber oído decir que el nombre de baño venía de los
griegos, quienes le llamaron baláneion (= arrojo), por creer que
arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí —lo confieso a tu
misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos!— que, habiéndome bañado, me
hallé después del baño como antes de bañarme. Porque mi corazón no
trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.
Después me quedé
dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando
solo como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos
verídicos de tu Ambrosio. Porque,
Tú eres, Dios, creador de cuanto existe,
del mundo supremo gobernante,
que el día vistes de luz brillante,
de grato sueño la noche triste;
a fin de que a los miembros rendidos
el descanso al trabajo prepare,
y las mentes cansadas repare,
y los pechos de pena oprimidos.
Pero de aquí que poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu
sierva y su santa conversación, piadosa para contigo y santamente blanda
y morigerada con nosotros, de la cual súbitamente me veía privado. Y
sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y
por causa mía y por mí. Y solté las riendas a las lágrimas, que tenía
contenidas, para que corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como
un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus
oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que
orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.
Y ahora, Señor, te
lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como
quisiere; y no se burle de mí, si hallare pecado en haber llorado yo a
mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre recién muerta entonces
ante mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo
viviese para los tuyos; antes bien, si es mucha su caridad, llore por
mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo.
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