San Agustín nos habla de Santa Mónica (5)
Las Confesiones
Libro IX Capítulo X
El éxtasis de Ostia
Estando ya inminente el
día en que había de salir de esta vida —que tú, Señor, conocías, y
nosotros ignorábamos—, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por
tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una
ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro
de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas,
después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la
navegación.
Allí solos conversábamos dulcísimamente; y
olvidándonos de lo pasado y proyectándonos hacia lo por venir,
inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál
sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni el corazón del hombre concibió. Abríamos anhelosos la boca de
nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente —de la
fuente de vida que está en ti— para que, rociados según nuestra
capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa tan grande.
Y como llegara nuestra plática a la conclusión de que cualquier deleite
de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor
esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de
comparación, pero ni aun de ser mentado, levantándonos con más ardiente
afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos
los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna
envían sus rayos a la tierra.
Y subimos todavía más arriba,
pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras
almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la
abundancia indeficiente, en donde tú apacientas a Israel eternamente con
el pasto de la verdad, allí donde la vida es Sabiduría, por quien todas
las cosas existen, así las ya creadas como las que han de ser, sin que
ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o
más bien, sin que haya en ella pasado ni futuro, sino solo presente,
por ser eterna, ya que lo que ha sido o será no es eterno.
Y
mientras estamos hablando y suspirando por ella, llegamos a tocarla un
poco con todo el ímpetu de nuestro corazón (toto ictu cordis); y
suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu,
tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el
verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece
en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas.
Y
decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la
carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen
los mismos cielos y aun el alma misma callase y se remontara sobre sí,
no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y,
finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo
cuanto se hace pasando —puesto que todas estas cosas dicen a quien les
presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho
el que permanece eternamente48—; si, dicho esto, callasen, dirigiendo
el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas,
sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de
carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de
semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos en estas
cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos
rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre
todas las cosas; si, por último, este estado se continuase y fuesen
alejadas de él las demás visiones de índole muy inferior, y esta sola
arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su
contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento
de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el Entra en el gozo
de tu Señor? Pero ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos,
bien que no todos seamos inmutados?
Tales cosas decía yo,
aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que
en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas —y a medida que
hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus deleites—, ella
me dijo:
Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta
vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda
esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un
poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir.
Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que,
despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues,
aquí?
CAPÍTULO XI
Muerte de Mónica
No recuerdo
yo bien qué respondí a esto; pero sí que apenas pasados cinco días, o no
muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un
desmayo, que dando por un poco privada de los sentidos. Acudimos
corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi
hermano, nos dijo, como quien pregunta algo: «¿Dónde estaba?». Después,
viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra
madre». Yo callaba y frenaba el llanto, pero mi hermano dijo no sé qué
palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la
patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, le reprendió con la
mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a
mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más
su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del
Señor doquiera que os hallareis».
Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.
Pero yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en los dones que tú infundes en
el corazón de tus fieles y en los frutos admirables que de ellos nacen,
me gozaba y te daba gracias recordando lo que sabía del gran cuidado
que había tenido siempre de su sepulcro, adquirido y preparado junto al
cuerpo de su marido. Porque así como había vivido con él en gran
concordia, así quería también —cosa muy propia del alma humana menos
deseosa de las cosas divinas— tener aquella dicha y que los hombres
recordasen cómo después de su viaje transmarino se le había concedido la
gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos
cónyuges.
Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a
dejar de ser en su corazón, por la plenitud de tu bondad; me alegraba,
sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en
aquel nuestro discurso de la ventana me pareció no desear morir en su
patria al decir: «¿Qué hago ya aquí?». También oí después que, estando
yo ausente, como cierto día conversase con unos amigos míos con maternal
confianza sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte,
estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una
mujer —porque tú se la habías dado—, le preguntasen si no temería dejar
su cuerpo tan lejos de su ciudad, respondió: «Nada hay lejos para Dios,
ni hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para
resucitarme».
Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los
cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue
liberada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.
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