lunes, agosto 25, 2014

San Agustín nos habla de Santa Mónica (4)

Las Confesiones
Libro IX Capítulo  VIII

Niñez de Mónica

Tú, que haces morar en una misma casa a los de un solo corazón, nos asociaste también a Evodio, joven de nuestro municipio, quien, militando como «agente de negocios», se había antes que nosotros convertido a ti y bautizado y, abandonada la milicia del siglo, se había alistado en la tuya.

Juntos estábamos, y juntos, pensando vivir en santa concordia, buscábamos el lugar más a propósito para servirte, y juntos regresábamos al África. Mas he aquí que estando en Ostia Tiberina murió mi madre.

Muchas cosas paso por alto, porque voy muy de prisa, Recibe mis confesiones y acciones de gracias, Dios mío, por las innumerables cosas que paso en silencio. Mas no callaré lo que mi alma me sugiera de aquella tu sierva que me parió en la carne para que naciera a la luz temporal y en su corazón a la eterna. No referiré yo sus dones, sino los tuyos en ella. Porque ni ella se hizo a sí misma ni a sí misma se había educado. Tú fuiste quien la creaste, pues ni su padre ni su madre sabían cómo saldría de ellos; la vara de tu Cristo, el régimen de tu Único fue quien la instruyó en tu temor en una casa creyente, miembro bueno de tu Iglesia.

Ni aun ella misma ensalzaba tanto la diligencia de su madre en educarla cuanto la de una decrépita sirvienta, que había llevado a su padre siendo niño a la espalda, al modo como suelen hoy llevarlos las muchachas ya mayores a la espalda.

Por esta razón, y por su ancianidad y óptimas costumbres, era muy honrada de los señores en aquella cristiana casa, razón por la cual tenía ella misma mucho cuidado de las señoritas hijas que le habían encomendado, siendo en reprimirlas, cuando era menester, vehemente con santa severidad y muy prudente en enseñarlas. Porque fuera de aquellas horas en que comían muy moderadamente a la mesa de sus padres, aunque se abrasasen de sed, ni aun agua les dejaba beber, precaviendo con esto una mala costumbre y añadiendo este saludable aviso: «Ahora bebéis agua porque no podéis beber vino; mas cuando estéis casadas y seáis dueñas de la bodega y despensa, no os tirará el agua, pero prevalecerá la costumbre de beber».

Y con este modo de mandar y la autoridad que tenía para imponerse, refrenaba el apetito en aquella tierna edad y ajustaba la sed de aquellas niñas a la norma de la honestidad, para que no les agradase lo que no les convenía.

 Y, sin embargo, llegó a filtrarse en ella —según me contaba tu sierva a mí, su hijo—, llegó a filtrarse en ella cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus padres, como a joven sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de sumergir el vaso por la parte superior de aquélla, antes de echar el vino en la botella sorbía con la punta de los labios un poquito, no más por rechazárselo el gusto. Porque no hacía esto movida del deseo del vino, sino por ciertos excesos desbordantes de la edad, que saltan en movimientos juguetones, y que en los años pueriles suelen ser reprimidos con la gravedad de los mayores. De este modo, añadiendo un poco todos los días a aquel poco cotidiano, vino a caer —porque el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco viene a caer— en aquella costumbre, hasta llegar a beber con gusto casi la copa llena.

¿Dónde estaba entonces aquella sagaz anciana y aquella su severa prohibición? ¿Por ventura valía algo contra la enfermedad oculta si tu medicina, Señor, no velase sobre nosotros? Porque, aunque ausentes el padre y la madre y las nodrizas, estabas tú presente, tú, que nos has creado, que nos llamas y que te sirves de nuestras personas mayores a fin de hacernos algún bien para la salud de nuestras almas ¿Qué fue lo que entonces hiciste, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste? ¿No es cierto que sacaste, según tus secretas providencias, un duro y punzante insulto de otra alma como un hierro medicinal, con el que de un solo golpe sanaste aquella postema?

Porque discutiendo cierto día la criada que solía bajar a la bodega con la pequeña dueña, como ocurre con frecuencia estando las dos solas, le echó en cara este defecto con un duro insulto, llamándola borrachina. Herida la niña con tal insulto, comprendió la fealdad de su pecado, y al instante lo condenó y arrojó de sí. Cierto es que muchas veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos corrigen insultando; mas no es el bien que viene por ellos lo que tú retribuyes, sino la intención con que lo hacen. Porque aquella criada airada lo que pretendía era afrentar a su señorita, no corregirla; y si lo hizo ocultamente fue o porque así las sorprendió la circunstancia del lugar y tiempo o para evitarse complicaciones personales por haber corregido este defecto tan tarde. Pero tú, Señor, gobernador de las cosas del cielo y de la tierra, convirtiendo para tus usos las cosas profundas del torrente, el flujo de los siglos ordenadamente turbulento, aun con la insania de una alma sanaste a otra, para que nadie, cuando advierta esto, lo atribuya a su poder, si por su medio se corrige alguien a quien desea corregir.
Capítulo  IX

Mónica, la perfecta casada
Así, pues, educada púdica y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti, luego que llegó plenamente a la edad núbil fue dada [en matrimonio] a un varón, a quien sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las afrentas conyugales, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.

Era éste, además, si por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente colérico; pero tenía ésta cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquillo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.

Finalmente, cuando muchas matronas, que tenían maridos más mansos que ella, traían las rostros afeados con las señales de los golpes y comenzaban a murmurar de la conducta de ellos en sus charlas amigables, Mónica, achacándolo a su lengua, les advertía seriamente entre bromas que desde el punto que oyeron la lectura de las capitulaciones llamadas matrimoniales debían haberlas considerado como un documento que las constituía en siervas de éstos; y así recordando esta su condición, no debían ensoberbecerse contra sus señores. Y como se admirasen ellas, conociendo el fuerte temperamento del marido que tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que Patricio maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en conversaciones amistosas, ella les enseñaba su modo de proceder, que es como dije arriba. Las que la imitaban experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían, esclavizadas, eran maltratadas.

También a su suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró vencerla con atenciones y continua tolerancia y mansedumbre, de modo que la misma suegra espontáneamente manifestó a su hijo que las lenguas chismosas de las criadas eran las que turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió se las castigase. Y así, después que él, ya por complacer a la madre, ya por conservar la disciplina familiar, ya por atender a la armonía de los suyos, castigó con azotes a las acusadas a voluntad de la acusante, aseguró ésta que tales premios debían esperar de ella quienes, pretendiendo agradarla, le dijesen algo malo de su nuera. Y no atreviéndose ya ninguna a ello, vivieron las dos en dulce y memorable armonía.

 Igualmente, a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía!, le habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen, que con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga ausente, que no delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas.

Pequeño bien me parecería éste si una triste experiencia no me hubiera dado a conocer a muchedumbre de gentes —por haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de pecados— que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados enemigos, sino que añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al contra rio, a un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar ni aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura extinguirlas hablando bien. Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón.

 Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida temporal, no teniendo que lamentar en él, ya bautizado las ofensas que había tolerado antes del bautismo.

Era, además, sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa conversación. Había sido mujer de un solo varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras43, y había nutrido a sus hijos, pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.

Por último, Señor, ya que por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal manera cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos [en Casiciaco], recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros.

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Acerca de este blog

La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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