Domingo XXI del Tiempo Ordinario A- Reflexión.
Los cristianos hemos olvidado con demasiada frecuencia que la fe no consiste en creer algo, sino en creer en Alguien. No se trata de adherimos fielmente a un credo, y mucho menos de aceptar ciegamente «un conjunto extraño de doctrinas», sino de encontramos con Alguien vivo que da sentido radical a nuestra existencia.
Lo verdaderamente decisivo es encontrarse con la persona de Jesucristo y descubrir, por experiencia personal, que es el único que puede responder de manera plena a nuestras preguntas más decisivas, nuestros anhelos más profundos y nuestras necesidades últimas.
En nuestros tiempos se hace cada vez más difícil creer en algo. Las ideologías más firmes, los sistemas más poderosos, las teorías más brillantes, se han ido tambaleando al mostrar sus limitaciones y profundas deficiencias.
El ser humano de hoy, escarmentado de dogmas e ideologías, quizá está dispuesto todavía a creer en personas que le ayuden a vivir dando un sentido nuevo a su existencia. Por eso ha podido decir el teólogo Karl Lehmann que «el hombre moderno solo será creyente cuando haya hecho una experiencia auténtica de adhesión a la persona de Jesucristo».
Produce tristeza observar la actitud de sectores católicos cuya única obsesión parece ser «conservar la fe» como «un depósito de doctrinas» que hay que saber defender contra el asalto de nuevas ideologías y corrientes.
Creer es otra cosa. Antes que nada, los creyentes hemos de reavivar nuestra adhesión profunda a la persona de Jesucristo. Solo cuando vivamos «seducidos» por él y trabajados por la fuerza regeneradora de su persona podremos contagiar también hoy su Espíritu y su visión de la vida. De lo contrario proclamaremos con los labios doctrinas sublimes, pero seguiremos viviendo una fe mediocre y poco convincente.
Los cristianos hemos de responder con sinceridad a esa pregunta interpelante de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Arabi escribió que «aquel que ha quedado atrapado por esa enfermedad que se llama Jesús no puede ya curarse».
NUESTRA IMAGEN DE JESÚS
La pregunta de Jesús: «¿Quién decís que soy yo?», sigue pidiendo todavía una respuesta a los creyentes de nuestro tiempo. No todos tenemos la misma imagen de Jesús. Y esto no solo por el carácter inagotable de su personalidad, sino, sobre todo, porque cada uno vamos elaborando nuestra imagen de Jesús a partir de nuestros intereses y preocupaciones, condicionados por nuestra psicología personal y el medio social al que pertenecemos, y marcados por la formación religiosa que hemos recibido.
Y, sin embargo, la imagen de Cristo que podamos tener cada uno tiene importancia decisiva para nuestra vida, pues condiciona nuestra manera de entender y vivir la fe. Una imagen empobrecida, unilateral, parcial o falsa de Jesús nos conducirá a una vivencia empobrecida, unilateral, parcial o falsa de la fe. De ahí la importancia de evitar posibles deformaciones de nuestra visión de Jesús y de purificar nuestra adhesión a él.
Por otra parte, es pura ilusión pensar que uno cree en Jesucristo porque «cree» en un dogma o porque está dispuesto a creer «en lo que la santa Madre Iglesia cree». En realidad, cada creyente cree
en lo que cree él, es decir, en lo que personalmente va descubriendo en su seguimiento a Jesucristo, aunque, naturalmente, lo haga dentro de la comunidad cristiana.
Por desgracia, son bastantes los cristianos que entienden y viven su religión de tal manera que, probablemente, nunca podrán tener una experiencia un poco viva de lo que es encontrarse personalmente con Cristo.
Ya en una época muy temprana de su vida se han hecho una idea infantil de Jesús, cuando quizá no se habían planteado todavía con suficiente lucidez las cuestiones y preguntas a las que Cristo puede responder.
Más tarde ya no han vuelto a repensar su fe en Jesucristo, bien porque la consideran algo trivial y sin importancia alguna para sus vidas, bien porque no se atreven a examinarla con seriedad y rigor, bien porque se contentan con conservarla de manera indiferente y apática, sin eco alguno en su ser.
Desgraciadamente no sospechan lo que Jesús podría ser para ellos. Marcel Légaut escribía esta frase dura, pero quizá muy real: «Esos cristianos ignoran quién es Jesús y están condenados por su misma religión a no descubrirlo jamás».
QUÉ DECIMOS NOSOTROS
También hoy nos dirige Jesús a los cristianos la misma pregunta que hizo un día a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. No nos pregunta solo para que nos pronunciemos sobre su identidad misteriosa, sino también para que revisemos nuestra relación con él. ¿Qué le podemos responder desde nuestras comunidades?
¿Conocemos cada vez mejor a Jesús, o lo tenemos “encerrado en nuestros viejos esquemas aburridos” de siempre? ¿Somos comunidades vivas, interesadas en poner a Jesús en el centro de nuestra vida y de nuestras actividades, o vivimos estancados en la rutina y la mediocridad?
¿Amamos a Jesús con pasión o se ha convertido para nosotros en un personaje gastado al que seguimos invocando mientras en nuestro corazón va creciendo la indiferencia y el olvido? Quienes se acercan a nuestras comunidades, ¿pueden sentir la fuerza y el atractivo que tiene para nosotros? ¿No sentimos discípulos y discípulas de Jesús? ¿Estamos aprendiendo a vivir con su estilo de vida en medio de la sociedad actual, o nos dejamos arrastrar por cualquier reclamo más apetecible para nuestros intereses? ¿Nos da igual vivir de cualquier manera, o hemos hecho de nuestra comunidad una escuela para aprender a vivir como Jesús? ¿Estamos aprendiendo a mirar la vida como la miraba Jesús? ¿Miramos desde nuestras comunidades a los necesitados y excluidos con compasión y responsabilidad, o nos encerramos en nuestras celebraciones, indiferentes al sufrimiento de los más desvalidos y olvidados: los que fueron siempre los predilectos de Jesús?
¿Seguimos a Jesús colaborando con él en el proyecto humanizador del Padre, o seguimos pensando que lo más importante del cristianismo es preocuparnos exclusivamente de nuestra salvación? ¿Estamos convencidos de que el modo de seguir a Jesús es vivir cada día haciendo la vida
más humana y más dichosa para todos?
¿Vivimos el domingo cristiano celebrando la resurrección de Jesús, u organizamos nuestro fin de semana vacío de todo sentido cristiano? ¿Hemos aprendido a encontrar a Jesús en el silencio del corazón, o sentimos que nuestra fe se va apagando ahogada por el ruido y el vacío que hay dentro de nosotros?
¿Creemos en Jesús resucitado que camina con nosotros lleno de vida? ¿Vivimos acogiendo en nuestras comunidades la paz que nos dejó en herencia a sus seguidores? ¿Creemos que Jesús nos ama con un amor que nunca acabará? ¿Creemos en su fuerza renovadora? ¿Sabemos ser testigos del misterio de esperanza que llevamos dentro de nosotros. Jesús es nuestro único Señor.
P. Julián Montenegro
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