San Agustín nos habla de Santa Mónica (2)
Las Confesiones
Libro VI Capítulo III
Dificultad de llegar a Ambrosio muy ocupa
Ni
siquiera gemía orando para que me socorrieras, sino que mi espíritu se
hallaba ocupado en investigar e inquieto en discutir, teniendo al mismo
Ambrosio por hombre feliz según el mundo, viéndole tan honrado de tan
altas potestades. Sólo su celibato me parecía duro de soportar. Pero yo
no podía sospechar, por no haberlo experimentado nunca, las esperanzas
que abrigaba, ni las luchas que tenía que sostener contra las
tentaciones de su propia excelencia, ni los consuelos de que gozaba en
las adversidades, ni los sabrosos deleites que gustaba con la boca
interior de su corazón cuando rumiaba tu pan [eucarístico]; ni él, a su
vez, conocía mis inquietudes, ni la profundidad de mi peligro, por no
poderle yo preguntar lo que quería y como quería, y de cuyos oídos y
boca me apartaba la multitud de hombres de negocios, a cuyas flaquezas
él servía.
Cuando éstos le dejaban libre, que era muy poco
tiempo, se dedicaba o a reparar las fuerzas del cuerpo con el alimento
necesario o las de su espíritu con la lectura. Cuando leía, lo hacía
pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el
sentido sin decir palabra ni mover la lengua.
Muchas veces,
estando yo presente —pues a nadie se le prohibía entrar ni había
costumbre de avisarle quién venía—, le vi leer calladamente, y nunca de
otro modo; y estando largo rato sentado en silencio —porque ¿quién se
atrevía a molestar a un hombre tan atento?—, optaba por marcharme,
conjeturando que aquel poco tiempo que se le concedía para reparar su
espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería se lo
ocupasen en otra cosa, leyendo mentalmente, quizá por si alguno de los
oyentes, suspenso y atento a la lectura, hallara algún pasaje oscuro en
el autor que leía y exigiese se lo explicara o le obligase a disertar
sobre cuestiones difíciles, gastando el tiempo en tales cosas, con lo
que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba, aunque más bien creo
que lo hiciera así por conservar la voz, que con facilidad se le
enronquecía.
En todo caso, cualquiera que fuese la intención con que aquel varón lo hacía, ciertamente era buena.
Lo
cierto es que a mí no se me daba tiempo para interrogar a tan santo
oráculo tuyo, que era en su pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino
cuando sólo podía darme una respuesta breve, y mis inquietudes requerían
mucho tiempo y dedicación en aquel con quien las había de conferir,
cosa que nunca hallaba. Yo le escuchaba, es verdad, predicando al pueblo
rectamente la palabra de la verdad6 todos los domingos, confirmándome
más y más en que podían ser sueltos los nudos todos de las maliciosas
calumnias que aquellos engañadores nuestros levantaban contra los libros
sagrados.
Así que, cuando averigüé que los hijos espirituales, a
quienes has regenerado en el seno de la madre Católica con tu gracia,
no entendían aquellas palabras: Hiciste al hombre a tu imagen, de tal
suerte que creyesen o pensasen que estabas dotado de forma de cuerpo
humano —aunque no acertara yo entonces a imaginar, pero ni aun siquiera a
sospechar de lejos, el ser de una sustancia espiritual—, me alegré de
ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años no contra la fe
católica, sino contra los engendros de mi inteligencia carnal, siendo
impío y temerario por haber dicho reprendiendo lo que debía haber
aprendido preguntando. Porque ciertamente tú —¡oh altísimo y próximo,
secretísimo y presentísimo, en quien no hay miembros mayores ni menores,
sino que estás todo en todas partes, sin que te reduzcas a ningún
lugar!— no tienes ciertamente tal figura corporal, no obstante que hayas
hecho al hombre a tu imagen y desde la cabeza a los pies ocupe éste un
lugar.
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