San Agustín nos habla de Santa Mónica (1)
Libro III - Capítulo XI
El sueño consolador de santa Mónica
Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, lloraba en tu presencia mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque veía ella mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes, regaban el suelo allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste, Señor. Porque ¿de dónde sino aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a readmitirme en su compañía y mesa, ella que había comenzado a negarme ante la aversión y detestación provocadas por las blasfemias de mi error?
Soñó, en efecto, estar de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Al preguntarle este joven por la causa de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por ánimo de enterarse como ocurre ordinariamente, sino para aconsejarla, y ella a su vez le respondiese que lloraba mi perdición, le mandó que se tranquilizase y que observara cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Y cuando ella fijó su vista, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla ¿Qué explicación darle a este hecho sino que tú tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y bueno, que así cuidas de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada uno?
¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo persuadir de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día sería ella también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna, me respondió: «No me dijo: donde él está, allí estás tú, sino donde tú estás, allí está él»?
Confieso, Señor, y muchas veces lo he dicho, que, a lo que yo me acuerdo, me movió más esta respuesta de mi avispada madre, por no haberse turbado con una explicación errónea tan verosímil y haber visto lo que debía verse —y que yo ciertamente no había visto antes que ella me lo dijese—, que el mismo sueño con el cual anunciaste a esta piadosa mujer con mucho tiempo de antelación, a fin de consolarla en su inquietud presente, un gozo que no había de realizarse sino mucho tiempo después.
Porque todavía hubieron de pasar casi nueve años; durante los cuales continué revolcándome en aquel abismo de cieno y tinieblas de error, hundiéndome tanto más cuanto más conatos hacía por salir de él. Entretanto, aquella piadosa viuda, casta y sobria como las que tú amas, ya un poco más alegre con la esperanza que tenía, pero no menos solícita en sus lágrimas y gemidos, no cesaba de llorar por mí en tu presencia en todas las horas de sus oraciones, las cuales no obstante ser aceptadas por ti, me dejabas, sin embargo, que me revolcara y fuera envuelto por aquella oscuridad.
CAPÍTULO XII
«No perecerá el hijo de tantas lágrimas»
«No perecerá el hijo de tantas lágrimas»
También por este mismo tiempo le diste otra respuesta, a lo que yo recuerdo —pues paso en silencio muchas cosas por la prisa que tengo de llegar a aquellas otras que me urgen más te confiese y otras muchas porque no las recuerdo—; diste, digo, otra respuesta a mi madre por medio de un sacerdote tuyo, cierto obispo, educado en tu Iglesia y ejercitado en tus Escrituras, a quien como ella rogase que se dignara hablar conmigo, refutar mis errores, desengañarme de mis malas doctrinas y enseñarme las buenas —hacía esto con cuantos hallaba idóneos—, negose él con mucha prudencia, a lo que he podido ver después, contestándole que estaba incapacitado para recibir ninguna enseñanza por estar muy fiero con la novedad de la herejía maniquea y por haber puesto en apuros a muchos ignorantes con algunas cuestioncillas, como ella misma le había indicado: «Dejadle estar —dijo— y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad». Y al mismo tiempo le contó cómo siendo él niño había sido entregado por su seducida madre a los maniqueos, llegando no sólo a leer, sino a copiar casi todos sus escritos; y cómo él mismo, sin necesidad de nadie que le arguyera ni convenciese, llegó a conocer cuán digna de desprecio era aquella secta y cómo al fin la había abandonado.
Pero, dicho esto, como no se aquietara, sino que instase con mayores ruegos y más abundantes lágrimas a que se viera conmigo y disputase sobre dicho asunto, él, cansado ya de su importunidad, le dijo: «Vete en paz, mujer; ¡así Dios te dé vida! que no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas,» Respuesta que ella recibió, según me recordaba muchas veces en sus coloquios conmigo, como venida del cielo.
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