domingo, agosto 03, 2014

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (A).

Is 55,1-3; Rm 8, 35.37-39: Mt 14,13-21

Lo narrado en el evangelio de hoy guarda una relación muy íntima con la celebración de la eucaristía. La misa o la eucaristía que celebramos consta de dos partes diferentes, pero muy unidas entre sí. Una es la liturgia de la Palabra y la otra el Sacrificio eucarístico.
En el evangelio de hoy vemos a una gran multitud de personas que acuden a un lugar despoblado para escuchar a Jesús. Dejan su trabajo, se apartan de su lugar o de su pueblo, con la familia o sin ella, y caminan al encuentro con Cristo. Pero no por curiosidad, sino porque sentían hambre de escuchar la Palabra que predicaba Jesús.

Hombres y mujeres, mayores y también niños, campesinos, gente sencilla de Galilea, pescadores. Y no solamente en esta ocasión. El evangelio habla muchas veces de que una gran multitud acudía a ver a Jesús y a escucharle, además de presentarle los enfermos para que los curara. En esta ocasión no llevan enfermos. Solamente quieren ver y escuchar al Maestro.

Sorprende  que la multitud del evangelio de hoy tenga tanta hambre de Jesús que se olviden de llevar con ellos u poco de comida. Quizás han comprendido que “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt 8, 3; Mt 4, 4).

A esto mismo nos invita el Señor en la primera lectura del profeta Isaías, cuando dice: “Escuchad atentos y comeréis bien, saborearéis platos substanciosos. Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme y viviréis” (Is 55, 2-3).

El milagro de la multiplicación de los panes es signo de un milagro mucho más grande que Cristo realiza a lo largo de toda la historia: la multiplicación del Pan Eucarístico. A lo largo de las generaciones, Jesús continúa saciando el hambre de los hombres y mujeres a través del Pan  convertido en su propio cuerpo.

Jesús sigue hablando hoy. Y emplea el mismo lenguaje de entonces: el lenguaje del amor, de la verdad, de la cercanía. El lenguaje de la vida y de la salvación ofrecida a todos. Su palabra es vida. Es como la semilla buena que necesita la tierra apropiada para ser sembrada y pueda germinar y dar fruto abundante.

Y para que pueda germinar y dar fruto abundante en nosotros se requiere que tengamos hambre de su palabra, que sintamos la necesidad apremiante de acudir a él para escucharle. Porque su palabra es alimento, es pan para el camino -y todos estamos en camino-, luz en nuestro caminar, como dice el salmo.

Esta palabra tiene una resonancia especial y produce un impacto mayor cuando se escucha en la celebración eucarística. Los domingos con tres lecturas: normalmente, una del Antiguo Testamento, otra del Nuevo y el Evangelio. Todo es palabra de Dios.

Nos dan ejemplo estos campesinos de Galilea. (Mujer indígena de Kankintú). Son gente o personas que se ponen en camino, a quien no les importa la incomodidad de recorrer a pie largas distancias para escuchar y conocer más a Jesús.

Es feliz y dichoso quien escucha la palabra de Dios y la cumple. Esto no es un pensamiento mío, sino una afirmación del mismo Jesús (Lc 11, 28). Dicho con otras palabras: ¿Quieres ser feliz? Sí. Pues lo serás si escuchas la palabra de Dios y la cumples. Pero hay una pregunta previa: ¿Tenemos hambre de la palabra de Dios? ¿Acudo con presteza y gozo a la celebración eucarística donde se proclama, donde nos habla el mismo Jesús?

Tenemos a nuestro alcance todas las facilidades posibles: La Biblia en la casa, libritos con las lecturas de la misa, al iglesia muy cerca, varias misas con distintos horarios. Tenemos la Palabra muy cerca, pero si no tenemos hambre de ella…

Después de alimentarnos del "pan de la Palabra", nos alimentamos  del "pan de la Eucaristía". La Eucaristía más que una obligación es una necesidad. Aquí venimos a saciar nuestra hambre, a celebrar nuestra fe. Seríamos necios si no aprovecháramos este alimento que nos regala. 

Vivamos con intensidad cada gesto, cada palabra de la Eucaristía con actitudes sinceras de agradecimiento, alabanza, perdón, petición de ayuda y ofrecimiento de nuestra vida.

P. Teodoro Baztán

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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