De la mano de Agustín
Mt 14, 13-21: Exponer estos misterios es como partir el pan; comprenderlos es alimentarse
Gran milagro es, amadísimos, hartarse con cinco panes y dos peces cinco mil hombres, y aún sobrar para doce canastos. Gran milagro, a fe; pero el hecho no es tan de admirar si pensamos en el hacedor. Quien multiplicó los panes entre las manos de los repartidores, ¿no multiplica las semillas que germinan en la tierra y de unos granos llena las trojes? Pero como este portento se renueva todos los años a nadie le sorprende; mas no es su insignificancia el motivo de no admirarlo, sino la frecuencia en repetirse. Al hacer estas cosas, hablaba el Señor a los entendimientos, no tanto con palabras como por medio de sus obras. Los cinco panes simbolizan los cinco libros de la ley de Moisés; porque la ley antigua es, respecto al Evangelio, lo que al trigo la cebada. Hay en estos libros —de la ley— hondos misterios concernientes a Cristo, por lo cual decía él: Si creyerais a Moisés, me creeríais también a mí, pues él ha escrito de mí. Pero al modo que en la cebada el meollo está debajo de la paja, así está Cristo velado en los misterios de la ley; y a la manera que los misterios de la ley se despliegan al exponerlos, así los panes crecían al partirlos. Esta misma exposición que yo vengo haciendo es un partiros el pan. Los cinco mil hombres significan el pueblo sujeto a los cinco libros de la ley; los doce canastos son los doce apóstoles, que, a su vez, se llenaron con los rebojos de la misma ley; los dos peces son, o bien los dos mandamientos del amor de Dios y del prójimo, o bien los dos pueblos: el de la circuncisión y el del prepucio —judío y gentil—, o las dos funciones sagradas del imperio y del sacerdocio. Exponer estos misterios es como partir el pan; comprenderlos es alimentarse.
Gran milagro es, amadísimos, hartarse con cinco panes y dos peces cinco mil hombres, y aún sobrar para doce canastos. Gran milagro, a fe; pero el hecho no es tan de admirar si pensamos en el hacedor. Quien multiplicó los panes entre las manos de los repartidores, ¿no multiplica las semillas que germinan en la tierra y de unos granos llena las trojes? Pero como este portento se renueva todos los años a nadie le sorprende; mas no es su insignificancia el motivo de no admirarlo, sino la frecuencia en repetirse. Al hacer estas cosas, hablaba el Señor a los entendimientos, no tanto con palabras como por medio de sus obras. Los cinco panes simbolizan los cinco libros de la ley de Moisés; porque la ley antigua es, respecto al Evangelio, lo que al trigo la cebada. Hay en estos libros —de la ley— hondos misterios concernientes a Cristo, por lo cual decía él: Si creyerais a Moisés, me creeríais también a mí, pues él ha escrito de mí. Pero al modo que en la cebada el meollo está debajo de la paja, así está Cristo velado en los misterios de la ley; y a la manera que los misterios de la ley se despliegan al exponerlos, así los panes crecían al partirlos. Esta misma exposición que yo vengo haciendo es un partiros el pan. Los cinco mil hombres significan el pueblo sujeto a los cinco libros de la ley; los doce canastos son los doce apóstoles, que, a su vez, se llenaron con los rebojos de la misma ley; los dos peces son, o bien los dos mandamientos del amor de Dios y del prójimo, o bien los dos pueblos: el de la circuncisión y el del prepucio —judío y gentil—, o las dos funciones sagradas del imperio y del sacerdocio. Exponer estos misterios es como partir el pan; comprenderlos es alimentarse.
Volvamos al hacedor de estas cosas. El es el pan que bajó del cielo; un pan, sin embargo, que repara sin mengua; se le puede sumir, no se le puede consumir. Este pan estaba figurado en el maná; de donde se dijo: Les dio pan del cielo; comió el hombre el pan de los ángeles. ¿Quién sino Cristo es el pan del cielo? Mas para que comiera el hombre el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si no se hubiera hecho esto, no tendríamos su carne; y, si no tuviéramos su carne, no comeríamos el pan del altar. Y, pues se nos ha dado una prenda tan valiosa, corramos a tomar posesión de nuestra herencia. Suspiremos, hermanos míos, por vivir con Cristo, pues tenemos en prenda su muerte. ¿Cómo no ha de darnos sus bienes quien ha sufrido nuestros males?
Sermón 130, 1-2
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