Domingo XXXII del Tiempo Ordinario ..ciclo C
Los saduceos no gozaban de popularidad entre las gentes de
las aldeas. Era un sector compuesto por familias ricas pertenecientes a la
élite de Jerusalén, de tendencia conservadora, tanto en su manera de vivir la
religión como en su política de buscar un entendimiento con el poder de Roma.
No sabemos mucho más.
Lo que podemos decir es que «negaban la resurrección». La
consideraban una «novedad» propia de gente ingenua. No les preocupaba la vida
más allá de la muerte. A ellos les iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse
de más?
Un día se acercan a Jesús para ridiculizar la fe en la
resurrección. Le presentan un caso absolutamente irreal, fruto de su fantasía.
Le hablan de siete hermanos que se han ido casando sucesivamente con la misma
mujer, para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia a la
rama masculina de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén. Es de lo
único que entienden.
Jesús critica su visión de la resurrección: es ridículo
pensar que la vida definitiva junto a Dios vaya a consistir en reproducir y
prolongar la situación de esta vida, y en concreto de esas estructuras
patriarcales de las que se benefician los varones ricos.
La fe de Jesús en la otra vida no consiste en algo tan
irrisorio: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob no es un Dios de muertos,
sino de vivos». Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo
sus hijos; Dios no vive por toda la eternidad rodeado de muertos. Tampoco puede
imaginar que la vida junto a Dios consista en perpetuar las desigualdades,
injusticias y abusos de este mundo.
Cuando se vive de manera frívola y satisfecha, disfrutando
del propio bienestar y olvidando a quienes viven sufriendo, es fácil pensar
solo en esta vida. Puede parecer hasta ridículo alimentar otra esperanza.
Cuando se comparte un poco el sufrimiento de las mayorías
pobres, las cosas cambian: ¿qué decir de los que mueren sin haber conocido el
pan, la salud o el amor?, ¿qué decir de tantas vidas malogradas o sacrificadas
injustamente? ¿Es ridículo alimentar la esperanza en Dios?
P. Julián Montenegro
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