31 Domingo del Tiempo Ordinario (C)
La escena evangélica de hoy se
desarrolla en Jericó. El pueblo se entera de que Jesús llega a la ciudad
y se agolpa en las calles para verlo pasar. Hasta ahí había llegado
noticia de lo que hacía Jesús. Era ya una figura célebre y popular.
Sienten curiosidad por verlo. Entre ellos, Zaqueo, hombre pequeñito,
jefe de publicanos (recaudadores) y rico. Y para ver a Jesús tuvo que
subirse a un árbol.
A
Jesús no se le pasa detalle alguno. Ve a Zaqueo, le llama por su nombre
y le dice: Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu
casa. ¿Qué tal que nos dijera eso mismo en alguna ocasión a nosotros
con nuestro propio nombre? (Antonio, Carmen…). Pues nos lo dice. Y
muchas veces. Y de muchas maneras. No con el sonido audible de la voz.
Pero sí al corazón.
Si
le buscáramos, aunque sólo fuera por mera curiosidad, si nos
preguntáramos acerca de él, aunque sólo fuera para conocerle un poco
más, si abriéramos la biblia y leyéramos su palabra, si además de acudir
a la misa pusiéramos atención y participáramos en ella, si nos
acercáramos al pobre o al enfermo, a cualquier necesitado, si diéramos
un paso hacia él en cualquiera de las formas, él, Jesús, nos diría: Oye,
recíbeme en tu casa, acógeme en tu corazón.
No
importa que estuviéramos en pecado. Más todavía, se dirigiría a
nosotros precisamente porque estamos en pecado. Como a Zaqueo. Oye,
Antonio o Carmen, que sé que en tus negocios haces muchas trampas para
enriquecerte cada vez más, Juana o Arturo, que en tu corazón hay odio o
resentimiento para ciertas personas, o Teodoro, que soy yo, que no eres
muy fiel en tu sacerdocio, invítame a tu casa. Nos lo dice. Si Zaqueo,
además de ser pequeño hubiera sido sordo -es un decir- no habría entrado
la salvación a su casa. Seguiría siendo rico en dinero, pero un pobre
hombre en todo lo demás.
Hay
en el libro del Apocalipsis unas palabras que el autor pone en boca de
Jesús, muy entrañables y llenas de delicadeza y ternura: Mira que estoy a
la puerta llamando. Si uno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en
su casa y comeremos juntos (Ap 3, 20). Es decir, Jesús está llamando a
la puerta de tu vida, o a la puerta de tu corazón. No la abre él, ni
mucho menos entra a la fuerza. No llama a golpes ni a timbrazos, sino
con su voz. Así llama a tu vida. Aunque tú no esperes su llamada. Como
tampoco la esperaba Zaqueo. Pero llama. Puede ocurrir que tengamos las
antenas de la vida dirigidas hacia otros reclamos, hacia otras voces. Y
así no habría posibilidad de sintonizar con la voz de Cristo. Y si oyes y
no le abres, pasaría de largo. Y te perderías la gran ocasión o el
momento de gracia para “comer juntos”.
El
término banquete se utiliza en muchas ocasiones, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo testamento, para expresar el amor compartido entre Dios
y el hombre, el encuentro gozoso con el Señor, la participación en la
salvación que nos trae Jesús, la fiesta de la vida. O lo que es lo
mismo, expresa un momento de felicidad que se prolonga sin término.
Para
celebrar esta fiesta del encuentro es necesario asumir la misma actitud
que asumió Zaqueo, es decir, cambiar de vida. O mejor, dejar que
Cristo cambie tu vida. Dejar que él actúe en ti y en mí. Te lo dice el
Señor: Hoy tengo que alojarme en tu casa. Ese hoy del evangelio es el
ahora de este momento. ¿Qué tendríamos que hacer? ¿Negarle la entrada?
Si le abrimos y él entrara, tendríamos que desprendernos de ciertas
cosas, de ciertas actitudes de pecado (egoísmo y soberbia,
resentimientos…) de ciertos apegos desordenados, de todo aquello que
hemos ido incorporando a nuestra vida y nos esclaviza.
Zaqueo
cambió de vida y fue feliz. Hoy entró la salvación a esta casa. También
puede entrar en la tuya y la mía. Dios quiere que seamos felices y
pareciera que los hombres nos empeñáramos en no serlo. Con Cristo viene
la paz que permanece, el amor generoso y fecundo, el gozo que llena. La
vida nueva, que comienza aquí y nunca acaba. A todos perdonas, porque
son tuyos, Señor, amigo de la vida, nos ha dicho la primera lectura,
dentro de un párrafo muy hermoso.
La Eucaristía es la fiesta del banquete del amor. En ella acogemos a Cristo que viene a nosotros...
P. Teodoro Baztán
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