viernes, septiembre 03, 2010

María Virgen, Madre de Dios (II)

2. Santidad de María

Ella representa todo lo digno, puro e inocente que pudo ofrecer la tierra a Dios para que se dignase bajar a ella. En este sentido la llama dignitas terrae, aplicándole una alegoría del Antiguo Testamento: Una fuente subía de la tierra y regaba la faz de la misma (Gen 2, 6). La faz de la tierra, esto es, la dignidad de la tierra, se entiende la Madre del Señor, la Virgen María, a quien regó el Espíritu Santo, llamado en el Evangelio fuente y agua (Jn 4, 14), para que, como del limo, fuese formado aquel hombre colocado en el paraíso con el fin de trabajarlo y guardarlo, esto es, en la voluntad del Padre para que la cumpliese y guardase” (De Gen. contra man. II 24, 37: PL 34 ,216. Cf. V. CAPÁNAGA, La virgen María según San Agustín (Roma 1946). En la persona de María se reunían tres cosas: la dignita terrae, con prerrogativas singulares de nobleza, gracia y hermosura; el limus terrae, el humus humano, la masa flaca de la carne, que venía del pecado y debía ser redimida, y la fuente del Espíritu Santo, que regaba su persona para darle la incompa-rable dignidad de Madre de Dios. Ella fue una tierra santa donde Dios puso su tienda de campaña; tierra de flores, perfumes y belleza sin igual… Por eso San Agustín no quería que, cuando se hablaba de la Virgen, se mencionase el pecado, de tanta importancia en su controversia contra Pelagio. Durante ella, por el año 415 pronunció la célebre sentencia que ha tenido inmensa resonancia en toda la mariología posterior: Todos los hombres, aun los santos, han de repetir lo de San Juan: Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está con nosotros (1 Jn 1, 8).

Sólo hay una excepción para María, porque ella es “miembro santo, miembro excelente, miembro sobre-saliente de toda la Iglesia» ( DENIS, XXV; MA I 163: “Sanctum membrum, excellens membrum, supereminens mem-brum totius Ecclesiae”). Por eso sentencia el Santo: “Exceptuada, pues, la santa Virgen María, sobre la cual, por el honor debido al Señor, cuando se trata de pecado, no quiero tener absolutamente ninguna discu-sión —pues sabemos que a ella le fueron concedidos más privilegios de gracia para vencer de todo flan-co el pecado, pues mereció engendrar y dar a luz al que nos consta que no tuvo ningún pecado—; excep-tuada, digo, esta Virgen, si pudiésemos reunir a todos los santos y santas cuando aquí vivían, y pregun-tarles si estaban sin pecado, ¿qué creemos que nos habían de responder?» (De nat. et gratia 37, 47: PL 44, 267).

Sentencia tan enfática y solemne ha movido a muchos a creer que San Agustín profesa aquí una inmuni-dad total de pecado en la Virgen, sin excluir el original. Como dice J. M. Scheeben, “aunque se trata aquí, sobre todo, de la inmunidad de los pecados personales, ello no obliga de ningún modo a limitar a ellos el dicho de San Agustín, pues, por una parte, en la controversia pelagiana subyacía siempre la cues-tión del pecado original; por otra, tanto el fundamento como la forma de exención de todo pecado hecha en favor de María están expresadas tan general y vigorosamente, que cada especie de pecado está inclui-do, y por eso la cuestión especial ha de ser resuelta por un principio general” (Handbuch der Katholischen Dogmatik III p. 543 (Freiburg i. B. 1933). Sobre la interpretación de este pasaje como favorable a la inmaculada concepción reina diversidad de pareceres. Cf. V. CAPÁNAGA, l. c., p. 20-30). Aun prescindiendo de la cuestión del privilegio de la concepción inmaculada, San Agustín atribuye a María una supereminente santidad, superior a la de todos los demás santos, exigida por su dignidad de Madre de Cristo. Esta es la plenitud de gracia que celebró en ella el arcángel cuando la saludó llena de gracia (Sermo 291, 6: PL 38, 1319).

(Tomado del libro San Agustín del P. Victorino Capánaga)

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