jueves, septiembre 02, 2010

María Virgen, Madre de Dios

1. La humilde puerta

También en la espiritualidad católica tiene un lugar preeminente María, Madre de Dios. Sobre todo en los tiempos y en la predicación de San Agustín, el misterio de Navidad es el lugar propio de su recuerdo y exaltación. El Hijo de Dios descansando en el regazo materno es la estampa más familiar de la piedad cristiana. Allí el fruto está en su propio árbol, que lo ha dado al mundo. Puede hablarse, pues, de piedad mariana en San Agustín; su discurso teológico y pastoral está lleno de admiración y devoción a la Madre de Dios, en la que ve el punto de enlace del cielo y de la tierra. Es también la puerta de la humildad por donde entramos en el misterio de Cristo. Mariología y cristología son inseparables.

En las Confesiones tiene este comentario a las palabras de Isaías (46, 8): Entrad, pecadores, en el corazón y uníos al que os ha creado: “Nuestra misma vida descendió acá y tomó nuestra muerte sobre sí, y gritó con voz de trueno que volviésemos de aquí a Él; a aquella secreta morada de donde Él vino a nosotros, descendiendo primero al seno de la Virgen, donde se desposó con la criatura humana, la carne mortal, para que no fuese mortal... De allí, semejante al Esposo que sale del tálamo, saltó como gigante a hacer su carrera (Conf. IV 12, 19. Cf. Enarrat. in ps. 18, 6: PL 36, 161).

En el retorno a Dios por el trámite de la propia interioridad pone San Agustín el hecho fundamental de la encarnación del Verbo, comparada en la Biblia al desposorio con la naturaleza humana en el seno de la Madre virgen. María es anillo de conjunción entre Dios y el hombre, y por él debe pasar éste en su unión a Dios. Es decir, en el mismo proceso de la conversión o retorno del hombre a Dios aparece María como el lugar santo o santuario donde es preciso entrar para encontrarse con Dios. El seno materno de María es el regazo de las almas: “El Verbo es el Esposo, Esposa la carne, y el tálamo es el seno de la Virgen” (Enarrat. in ps. 90, 5 (PL 37, 1163): “Verbum Sponsus, caro sponsa, et thalamus uterus Virginis”). La Esposa, pues, que es la humanidad de Jesús, y como tal cabeza del Cuerpo místico, se une en María, y por María al Hijo de Dios.

Las miradas contemplativas de San Agustín se posaban frecuentemente en la humilde doncella de Nazaret: “Contempla aquella sierva casta, virgen y madre; allí tomó (el Verbo) la forma de esclavo, allí se despojó de sus riquezas, allí nos enriqueció»( Enarrat. in ps. 101 sermo 1, 1 (PL 37, 1294). Dios y ayuda costó a Agustín penetrar en este misterio de humildad, y hasta que no entró en él estuvo distante de la fe y la conversión. Hasta que no abrazó humilde a Cristo humilde, el cristianismo fue siempre castillo cerrado. EL cual tiene una puerta baja de entrada (Conf. VII 18). Puerta que se llama humildad, y sus dos hojas están formadas también por dos humildades: la de la Madre y la del Hijo. La humildad de la escla-va María se abrió y extendió los brazos a la humildad de Dios, que se desposaba con los hombres en su seno virginal. Al anonadamiento divino respondió la bajeza de la esclava. Anonadándose el Hijo de Dios, entró en el mundo, y anonadándose fue recibida la esclava en el consorcio de la divina maternidad. Con María descendemos al abismo insondable de la humildad de Dios que se hizo hombre.

Tal es el principio de la interioridad cristiana o de la humildad de la fe. Esta humildad cristiana y mariana nos introduce y nos lleva a Dios. Es también la puerta que nos da acceso a la interioridad de María y al secreto de sus prerrogativas. María se pone delante a las primeras miradas de la fe. Cuando se abraza a Cristo, se toca a la Madre. Y la espiritualidad cristiana se hace mariana. ¿Y qué es lo que brilla en María a los ojos de San Agustín? Las grandes prerrogativas que ha anunciado en el texto citado: contempla a aquella esclava casta, virgen y madre. Pureza inmaculada, virginidad, maternidad divina; sobre estos pilares se alza la dignidad de María.


(Tomado del libro San Agustín del P. Victorino Capánaga)

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