viernes, enero 09, 2009

María, la humilde sierva (Parte II)



¿Por qué ella?

Y de pronto -¿engaño? ¿realidad?- nota la presencia de un ángel. ¿Cuando iba por agua a la fuente? ¿Cuando estaba barriendo el zaguán de la casa? ¿Mientras oraba? ¿En un momento de descanso? ¡Qué importa! "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1, 28). Se asusta y se sorprende. ¿Quién no? No todos los días ocurre una visita de tal categoría. Ni mucho menos a una muchacha sin relevancia alguna en la consideración de quienes la conocían.
Ella sabía -porque leía o escuchaba frecuentemente las Escrituras- que Dios enviaba a sus ángeles a la tierra muy de vez en cuando, en ocasiones muy especiales y a personajes importantes en la vida del pueblo. Y, siempre, para comunicar alguna gran noticia. ¿Por qué a ella? Se sorprende y -¿por qué no?- se asusta.
Pero el ángel la tranquiliza a la vez que le comunica el mensaje: "No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El Señor Dios le dará el trono de David su padre" (Lc 1, 30-32).
María se debate entre la admiración y la extrañeza, entre la aceptación sin más y la pregunta incontenible: "¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?" (Lc 1, 34). Pero no hay lugar para la duda. Únicamente para la sorpresa y la turbación.
No comprende del todo. Ni falta que hace. No se explica por qué ha sido ella la elegida. Se siente sacudida por un estremecimiento interior. Pero escucha, acoge la palabra y deja hablar a su corazón que viene en ayuda de la razón que se declara impotente.
Y de él se arranca un sí balbuciente pero decidido. Porque percibe la presencia de quien todo lo puede y el amor de un Dios que pide permiso para hacerse niño en ella.
Cree y acepta. La suya es una opción libre, soberana, madura. Tímida, pero firme. Arriesgada -porque es respuesta existencial a una llamada de lo alto- y valiente. Es una respuesta con amor al Dios del amor.
Pronuncia el sí que esperaban todos los siglos. El sí que esperaba el mismo Dios. El sí de una mujer de muy pocos años y que, al pronunciarlo, la convirtió en madre sin dejar de ser virgen.

"Por lo tanto, creó a la Virgen madre, a la que había elegido, y eligió a la madre de la que había de nacer, al que había de concebir no mediante la ley del pecado o de la concupiscencia carnal, sino por haber merecido por su piedad y su fe que el santo germen (de Cristo) se encarnara en su seno" (De pec. mer. 2, 24, 38).

Se fijó en la humildad de su sierva

La piedra es trabajada a golpes. El mármol se resiste a la obra del artista y puede saltar hecho pedazos. El hierro tiene que ser sometido al fuego. Pero el barro, la materia más sencilla y pobre, se deja moldear, no opone resistencia alguna y va adquiriendo la figura que el artista le quiere dar. Hace maravillas con este barro que él mismo ha preparado.
El barro es humilde y nadie lo valora. Pero el alfarero "se fija en esta pequeñez" y lo toma en sus manos para trabajarlo. De las manos de Dios, y con este mismo material, salió el hombre, la obra más perfecta de toda la creación.
María sabe que es barro de nuestro mismo barro. Humana y, por lo tanto débil. Y, además, humilde. Conoce sus limitaciones y su poquedad. No se cree más que los otros. Ni mejor. No sobresale en nada: ni en el campo de la cultura, ni de las artes, ni por su condición social. De ahí su sorpresa y turbación.
Al soberbio, sin embargo, nada le sorprende. Todo se lo cree merecido: los aplausos, los premios, el reconocimiento por parte de los hombres. Y espera más aplausos, más premios, más reconocimientos. Pero todo eso -tú lo sabes- se esfuma en el aire, es nada. Como es nada el aire que necesita el globo para subir.
¡Cuántas maravillas haría Dios en la vida de los hombres si no fueran tan inflados de sí mismos, tan engreídos, tan prepotentes, tan autosuficientes! ¡Cuántas maravillas haría Dios en ti, si salieras de ti y, desde el reconocimiento de tu insignificancia, te abrieras a Él! Dios se revela únicamente a los sencillos. Recuérdalo. Como a María.

Engrandece mi alma al Señor

Agradecer es dar o decir gracias. Reconocer que es don lo que uno tiene o recibe. Es expresar amor, desde el fondo del corazón, a aquél de quien se ha obtenido un favor. Es decir gracias por la gracia que se ha recibido.
Y de gracia María estaba llena. Por eso se hace incontenible su sentimiento de gratitud y prorrumpe en un cántico de alabanza. El más bello que hayan pronunciado labios de mujer.

"Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha fijado los ojos en la pequeñez de su esclava..., pues el Poderoso ha hecho en mí obras grandes" (Lc 1, 46-49).

Sólo los humildes pueden agradecer. Porque tienen limpios los ojos del espíritu y el corazón abierto siempre al amor. Únicamente ellos pueden recibir amor y devolver, agradecidos, amor. Porque amor con amor se paga. Porque saben que todo lo que son y tienen es don y pura gratuidad.
María agradece a José su amor y apoyo en los momentos más difíciles. Agradece a los pastores su visita y compañía cuando nace el niño. Agradece a los magos sus regalos, al anciano Simeón, sus palabras, a las mujeres que le acompañan al pie de la cruz, su consuelo, a Juan por recibirla en su casa, al grupo de discípulos.
Su vida es una permanente acción de gracias a Dios en nombre de la humanidad redimida.

Pobre
No tiene nada propio. Se desposa con José y nada puede aportar al matrimonio. Vive su pobreza con sencillez y dignidad. Su pobreza es apertura al que es el Todo. Es carencia y desprendimiento. Es confianza en el Dios de los desposeídos, en el Dios liberador.
El exilio es carencia total, desarraigo familiar. ¿De qué vivirían en Egipto?
Su ofrenda en el templo, cuando presenta al niño, es la ofrenda señalada por ley para los más pobres: dos pichones de paloma. No tenían con qué adquirir el cordero que se exigía a los más pudientes.
Muere su esposo y, más tarde, el hijo, y queda sola. Posiblemente sin casa propia y sin parientes cercanos a quienes poder acogerse. No se sabe. Jesús se la entrega a Juan, que la recibe y la cuida como si fuera su madre.
Nunca deseó nada, nunca tuvo nada. Dios, el Dios de los pobres, es toda su riqueza. Espera y confía en el Dios "que exalta a los sencillos y humildes, y derriba a los potentados, que colma a los hambrientos de bienes y a los ricos los deja sin nada" (Lc 1, 52-53).
Su pariente Isabel la proclama feliz porque ha creído en todo lo que le ha dicho el Señor. Lo es también porque vive con gozo una pobreza de espíritu. En ella, más que en ningún otro, se cumplen las palabras de Jesús: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3).
María, viviendo esta pobreza evangélica, nos enseña el único camino para llegar a Dios y ser feliz. Desde la humildad y la propia nada. Porque sólo los humildes pueden ser grandes. Sólo los pobres pueden ser fecundos. Sólo los sencillos pueden recibir y comunicar vida. Como la tierra del valle donde brota el agua limpia y fresca.

P. Teodoro Baztán- "Lámparas de Barro"

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