domingo, enero 10, 2021

FIESTA DEL BAUTISMO DE JESÚS

Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una profunda crisis religiosa. Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios. Los cielos estaban “cerrados”. Una especie de muro invisible parecía impedir la comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz. Ya no había profetas. Lo más duro era la sensación de que Dios los había olvidado: Ya no le preocupaban los problemas de Israel.

El  bautismo de Jesús es un momento clave en la historia de la salvación. Da cumplimiento a una promesa y es el comienzo de una acción definitiva y nueva en el plan salvador. La primera lectura nos presenta a un personaje misterioso, sin nombre alguno: “Mirad a mi siervo a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones”.

El día de la Epifanía contemplamos a la humanidad entera representada en los Magos postrados ante el Niño-Dios, adorándolo, mientras le ofrecen sus dones de oro, incienso y mirra. Hoy son los cielos los que se rasgan y se abren para dar paso al infinito y permitir que el mismo Espíritu de Dios baje sobre Jesús y se deje oír la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. No son los brazos amorosos de María o la mirada cariñosa de José los que sostienen a Jesús; ahora es la majestad del cielo la que llena de resplandor al Hijo querido de Dios y lo muestra a las naciones.

Jesús es un miembro de la familia de su pueblo de Israel y vive en sus carnes ese alejamiento y ese silencio de Dios del que hemos hablado. Siente como suyos los pecados de su gente que le han llevado a vivir en cierto destierro. Pero en un determinado momento, su sensibilidad espiritual le arrastra a dejar su hogar y a buscar caminos de acercamiento a Dios. Siente la necesidad de volver al desierto para un reencuentro con Dios y poder entrar de nuevo “en la tierra prometida”. Obediente al llamamiento del Espíritu, que llega a través de la voz de Juan, abandona su patria para obedecer al profeta que desde el desierto grita: “Arrepentíos, porque está llegando el Reino de los cielos”. Eran muchos, según san Mateo, los que, procedentes de toda Judea y de toda la región del Jordán, “reconocían sus pecados y Juan los bautizaba en el río Jordán”. Y entre ellos el hijo de María y de José, que como dice el evangelio de san Marcos “llegó desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán”.

En esta actitud de humilde pecador arrepentido, Jesús se sumerge en el agua y al instante desciende sobre él el Espíritu del cielo que es el aliento del Dios creador de vida y se derrama sobre él la fuerza que renueva y cura a los vivientes: el amor que lo transforma todo. La humildad “pecadora” queda transformada por la grandeza de la gracia, y la pobreza de lo humano es arrebatada por la fuerza de lo alto. El agua del Jordán es ahora la fuerza del Espíritu, y el bautismo de Juan se convierte en bautismo en el Espíritu Santo del que nacerá la nueva criatura en Dios: “Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Y se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.

El mensaje es claro: con Cristo, el cielo ha quedado abierto; de Dios sólo brota amor y paz; podemos vivir con confianza. A pesar de nuestros errores y de nuestra mediocridad, también para nosotros “el cielo ha quedado abierto”. Las palabras que escucha Jesús están dirigidas a cada uno de nosotros: “Tú eres para mí un hijo amado, una hija amada”. En adelante podemos afrontar la vida, no como una “historia sucia” que hemos de purificar constantemente, sino como el regalo de la “dignidad de hijos de Dios”, que hemos de cuidar con gozo y agradecimiento.

Para quien vive de esta fe, la vida está llena de momentos de gracia: el nacimiento de un hijo, el contacto con una persona buena, la experiencia de un amor limpio ponen en nuestra vida una luz y un calor nuevos. De pronto nos parece ver “el cielo abierto”. Algo nuevo comienza en nosotros; nos sentimos vivos; se despierta lo mejor que hay en nuestro corazón. Lo que tal vez habíamos soñado secretamente se nos regala ahora de forma inesperada: un comienzo nuevo, una purificación diferente, un “bautismo de Espíritu y de fuego”. Detrás de esas experiencias está Dios amándonos como a hijos. Y nos ama en su propio hijo a quien, según el profeta Isaías, “lo ha tomado de la mano”, en él ha establecido una nueva alianza con su pueblo y lo ha convertido en “luz de las naciones”, “para que abra los ojos de los ciegos, saque a los cautivos de la prisión y libere a los que habitan en tinieblas”. Se abrieron los cielos y con Jesús nos ha llegado la vida, la libertad, la alegría, la esperanza, el amor: Dios mismo.

Los primeros cristianos vivían convencidos de que para seguir a Jesús es insuficiente un bautismo de agua o un rito parecido. Es necesario vivir empapados de su Espíritu Santo. Por eso en los evangelios se recogen de diversas maneras estas palabras del Bautista: Yo os he bautizado con agua, pero él (Jesús) os bautizará con Espíritu Santo”.

El Apocalipsis, escrito cuando la Iglesia vive la persecución del emperador Domiciano, repite una y otra vez a los cristianos: “El que tenga oídos, que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias”. En momentos de crisis como el que estamos viviendo, nuestras gentes y nosotros también necesitamos que nos llegue la fuerza y la voz del Espíritu de Dios. Por ello, en vez de quejarnos tanto, debemos de preguntarnos qué caminos nuevos anda buscando Dios para encontrarse con nosotros y ser más fieles a su voz. Necesitamos parecernos más a Jesús para que por medio de nuestras vidas llegue a todos su mensaje y todos también  puedan escuchar: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. Jesús es “Dios con nosotros”.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

 

 

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