domingo, enero 17, 2021

DOMINGO SEGUNDO TIEMPO ORDINARIO

 Celebradas las fiestas navideñas, entramos en el que llamamos “Tiempo ordinario”, que, en su primera fase, llega hasta la Cuaresma. El domingo primero coincide siempre con la solemnidad del Bautismo de Jesús, en el que es presentado al público por su propio Padre: “Este es mi hijo amado, mi preferido”; también es anunciado por Juan cuando dice a la gente: “detrás de mí viene el que puede más que yo, al que no merezco ni desatarle la cuerda de la sandalia y que bautizará no con agua sino con Espíritu Santo”.

Habla Señor que tu siervo escucha

La vida humana cobra sentido desde el encuentro con Dios, que, como todo encuentro personal, tiene como fin el conocimiento mutuo y la comunión de amor y de ideales. San Juan por boca de Jesús nos habla de compartir la vida con Dios: “Al que me ama mi Padre lo amará y vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él”; “para que de la misma vida que yo vivo viváis también vosotros”. Y san Pablo en la carta a los Corintios acaba de decirnos que “somos templos del Espíritu Santo”. “Él habita en nosotros porque lo hemos recibido de Dios”.

Ante esta hermosa realidad nos unimos al salmista para decirle a Dios: “Tú no quieres sacrificios expiatorios ni ofrendas. En cambio me abriste el oído y yo  te digo: “Aquí estoy –como está escrito en mi libro- para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas”.

La primera lectura nos remonta a tiempos antiguos. Era la época de los llamados “jueces del pueblo”. Un niño, venido como bendición divina a un hogar estéril, está en las habitaciones del templo, la casa de Dios. Una noche, durante el sueño oye llamarse por su nombre: “Samuel, Samuel”. Presuroso acude donde su señor, el sumo sacerdote Elí, que dormía cerca. Él no lo ha llamado y le aconseja que recupere el sueño.

La llamada se repite otras dos veces; aconsejado por quien sí conoce a Dios y vive entregado a Él, descubre que es el propio Dios quien lo llama. El niño, que apenas sabía nada de Dios, inicia el encuentro personal con Él: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. A la iniciativa divina que llama al ser humano por su propio nombre, responde con la disponibilidad del verdadero creyente para abandonarse en sus manos: “Habla, Señor…”. Es lo que dirá María siglos más tarde: “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y Dios se encarna en el ser humano, como en María.

Maestro, dónde vives

El evangelista Juan narra los humildes comienzos del pequeño grupo de seguidores de Jesús. Su relato empieza de manera misteriosa. Se nos dice que Jesús “pasaba”. No sabemos de dónde viene ni a dónde se dirige. No se detiene junto al Bautista. Va más allá de los ideales de Juan. Por eso, al verlo pasar, indica a sus discípulos que se fijen en él: “Éste es el Cordero de Dios”.

Jesús viene de Dios, no con poder y gloria, sino como un cordero débil e indefenso. Nunca se impondrá por la fuerza, a nadie forzará a creer en él. Un día será sacrificado en una cruz. Los que quieran seguirle lo habrán de acoger libremente.

Los dos discípulos que han escuchado al Bautista siguen a Jesús sin decir palabra. Hay algo en él que los atrae aunque todavía no saben quién es ni hacia dónde los lleva. Las palabras del Bautista y el atractivo de su persona les arrastran a tener ese encuentro con el Maestro. Para conocer a Jesús es necesaria una experiencia personal, un trato cercano.

Por eso, Jesús se vuelve y les hace una pregunta muy importante: “¿Qué buscáis?”. Estas son las primeras palabras de Jesús a quienes lo siguen. No se puede caminar tras sus pasos de cualquier manera. ¿Qué esperamos de él? ¿Por qué le seguimos? ¿Qué buscamos?  

Aquellos hombres no saben a dónde los puede llevar la aventura de seguir a Jesús, pero intuyen que les enseñará algo que aún no conocen: “Maestro, dónde vives?”. No buscan en él grandes doctrinas. Quieren que les diga dónde vive, cómo vive, y para qué. Desean que les enseñe a vivir. Jesús les dice: “Venid y lo veréis”.

En la Iglesia y fuera de ella, son bastantes los que viven perdidos en el laberinto de la vida, sin caminos y sin orientación. Algunos comienzan a sentir con fuerza la necesidad de aprender a vivir de manera diferente, más humana, más sana y más digna. Encontrarse con Jesús puede ser para ellos la gran noticia. Asomarse al evangelio puede resultar definitivo. El trato con Jesús abre un horizonte nuevo a nuestra vida. Enseña a vivir desde un Dios que quiere para nosotros lo mejor. Poco a poco nos va liberando de engaños, miedos y egoísmos que nos están bloqueando.

Quien se pone en camino tras él comienza a recuperar la alegría y la sensibilidad hacia los que sufren. Empieza a vivir con más verdad y generosidad, con más sentido y esperanza. Con mayor seguridad. Cuando uno se encuentra con Jesús tiene la sensación de que por fin empieza a vivir la vida desde su raíz, pues comienza a vivir desde un Dios Bueno, más humano, más amigo y salvador que todas nuestras teorías. Todo resulta diferente. “Cuando llegue ese momento, dice Jesús en san Juan, comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros”. “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mi y yo en él”.

Esta es la gran verdad de nuestra fe cristiana, que siempre debemos tener en cuenta, que no podemos olvidar: Jesús no solo ha querido hacerse nuestro hermano, sino que ha decidido compartir su vida con nosotros para en cada momento ser hijos del mismo Padre, ser engendramos por el mismo Dios y Padre. Si en días pasados mirábamos con ternura al Niño Jesús hecho hombre, mirémonos y veamos a los demás con esa misma mirada, con ese mismo cariño. Dios está en nosotros y nosotros en él. Que así sea.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

 

 

 

 

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