DOMINGO IV del TIEMPO ORDINARIO - B -
Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca
El Libro del Éxodo que narra la salida del pueblo de Israel de Egipto
y se dirige hacia la que será su patria es el libro de los diálogos de Dios con
Moisés. Desde su encuentro en el monte Horeb, en el que se le aparece bajo la
figura de una llama que no se consume en una zarza, hasta el final de su vida los
encuentros de Dios con Moisés son ininterrumpidos. Una verdadera maravilla y
una invitación a lo que debería ser nuestra vida de creyentes.
Después de cuarenta años
de camino por el desierto, los judíos se encuentran ya en las cercanías del
Jordán. Moisés se ha hecho mayor, ha cumplido muchos años y, por unas dudas de
fe, no entrará en la Tierra prometida. Pero, antes de esa entrada, Moisés se
despide de su pueblo y lo hace con estas palabras: “El
Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo de entre los tuyos, de entre
tus hermanos. A él lo escucharéis”. En la comunidad del pueblo de Israel
habrá siempre profetas que le revelen los designios de Dios y le hablen como lo
hizo él cuando los liberó de la tiranía del faraón y los guió en esos cuarenta
años de travesía por el desierto. Pero el Profeta de los profetas será su
propio Hijo, Jesús, como él mismo lo dice en el evangelio. Él es la Palabra de
Dios, su voz más autorizada; su imagen. Por eso, “quien me ve a mí ve al Padre”; y quien me escucha oye la voz del
Padre.
No vivimos solos ni somos unos huérfanos abandonados;
tampoco caminamos a oscuras. Dios nos sigue hablando hoy y lo hace a través de
sus interlocutores, a quienes podríamos llamar “profetas”. Somos el nuevo pueblo de Dios y necesitamos sentir su
presencia y escuchar su voz. Necesitamos otros Moisés, otros profetas que en
nombre de Dios y de su Hijo Jesús denuncien nuestros errores, condenen nuestros
crímenes y malas acciones, nos reprendan por nuestras injusticias, nuestros
odios y rencores. Cada día somos testigos, bien directamente o a través de
personas conocidas o por los medios de comunicación social, de constantes casos
de violencias, de maltrato a las personas más débiles: ancianos, enfermos,
mujeres, niños. Dios clama y se “duele” de estas situaciones. Por ello, decimos
que nuestro pueblo necesita oír voces claras y rotundas de condena ante estos
casos; pero necesitamos también la medicina oportuna para poner remedio a tales
situaciones. Por eso, oigamos con responsabilidad la voz que nos llega por
medio del salmo: “Ojalá escuchéis hoy su
voz; no endurezcáis vuestro corazón”. Escuchemos a la Iglesia, oigamos la
voz del Papa y la de todos aquellos que son reconocidos como ministros de Dios;
escuchemos también a nuestros hermanos, hombres y mujeres, que nos hablan en
nombre de Dios, que descubren nuestros errores o nuestros fallos y nos invitan
a que retomemos los caminos señalados por Dios.
Pero también debemos pensar que cada uno de nosotros hemos
dado un “sí” a Jesús y caminamos por sus
mismos caminos. Somos del grupo de sus seguidores a quienes les dice: “Como el Padre me ha enviado a mí, así os
envío yo a vosotros”. Todos estamos llamados a ser testigos de la verdad;
debemos hablar en nombre de Dios y, aunque lo hagamos con humildad, somos
invitados a ser sus “profetas”.
Se quedaban asombrados
de su enseñanza
El episodio es sorprendente y sobrecogedor. Todo
ocurre en la “sinagoga”, el lugar donde se enseña oficialmente la Ley,
tal como es interpretada por los maestros autorizados. Sucede en “sábado”,
el día en que los judíos observantes se reúnen para escuchar la explicación de
las Escrituras. En este marco es donde Jesús comienza a “enseñar”. No se dice nada del contenido de sus palabras. No es eso lo que aquí interesa, sino el
impacto que produce su intervención. Jesús provoca asombro y admiración. La
gente capta en él algo especial que no encuentra en sus maestros religiosos:
Jesús “no enseña como los escribas, sino con autoridad”. Los letrados enseñan en nombre de la
institución, se atienen a las tradiciones y citan una y otra vez a maestros
ilustres del pasado. Su autoridad proviene de su función de interpretar
oficialmente la Ley. La autoridad de Jesús es diferente. No se basa en la mera
tradición. Tiene otra fuente. Está lleno del Espíritu vivificador de Dios. Lo van a poder comprobar enseguida.
De forma inesperada, un poseído por el demonio
interrumpe a gritos su enseñanza. No la puede soportar. Está aterrorizado: “¿Has
venido a acabar con nosotros?” Aquel hombre se sentía bien al escuchar la
enseñanza de los escribas. ¿Por qué se siente ahora amenazado? Jesús no viene a destruir a nadie.
Precisamente su “autoridad” está en dar vida a las personas. Su enseñanza
humaniza y libera de esclavitudes. Sus palabras invitan a confiar en Dios. Su
mensaje es la mejor noticia que puede escuchar aquel hombre atormentado
interiormente. Cuando Jesús lo cura, la gente exclama: “este modo de enseñar con autoridad es nuevo”.
La experiencia de cada día nos indica que la palabra
de la Iglesia está perdiendo autoridad y credibilidad. No basta hablar de
manera autoritaria para anunciar la Buena Noticia de Dios. No es suficiente
transmitir correctamente la tradición para abrir los corazones a la alegría de
la fe. Lo que necesitamos urgentemente es un “enseñar nuevo”. No somos “escribas”, sino discípulos de
Jesús. Hemos de comunicar su mensaje y no quedar anclados en la rutina de
nuestras tradiciones. Hemos de enseñar curando la vida, no adoctrinando las
mentes. El Papa Francisco es nuestro gran maestro: Acoge a todos, perdona, abre
las puertas de su casa a los marginados sociales, visita los países más
humildes y se acerca a todo tipo de personas, mostrando una predilección
especial por quienes se ganaban el corazón de Jesús. Cada día son más numerosos
los que, viendo al Papa Francisco y escuchar sus palabras, reconocen también
que: “Este modo de enseñar con autoridad
es nuevo”. El Papa está siendo la
“novedad” de la Iglesia.
También nosotros debemos ser maestros en la medida de
nuestras posibilidades. Pero deberemos hacerlo con palabras de verdad. Unas
palabras que broten en nuestros corazones como fruto de nuestro amor a Dios: un
amor compartido porque nos sentimos queridos por él y porque, en respuesta
justa, también nosotros lo amamos. En Jesús y desde Jesús conocemos y
amamos a Dios, y desde Jesús y con él
amamos también a nuestros hermanos. Escuchamos su voz y hacemos vida lo que nos
propone, pues “en esto conocerán que sois
discípulos míos, en que hacéis lo que os mando”. Jesús es el profeta, es el
Maestro. Y nosotros, sus enviados, su palabra dicha cada día a los hermanos a
quienes deseamos curar de su dolor y acompañar en la soledad. Esta presencia,
nacida del respeto y del amor, también cura heridas y da vida. Y recordemos: “Obras son amores y no buenas razones”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
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