DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO
Le lectura del libro de Zacarías nos invita a la alegría mientras contempla-mos al rey que llega a nosotros justo y victorioso, pero humilde, cabalgando en un pollino, cría de una borrica. Es su bondad la que le empuja a venir a nosotros, a buscarnos en nuestra pequeñez. Él es el Rey poderoso, y así se dejó aclamar, pero no avasalla ni humilla con su poder. Si elige esta cabalgadura es porque no quiere hacer ninguna ostentación, como tampoco la ha-ce cuando nos habla o se nos da como alimento en algo tan ordinario como es el pan. Su venida es salvadora. Pero esta salvación sólo la pueden recibir quienes, al igual que Él, son humildes y sencillos: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y enten-didos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor”.
La humildad de la Encarnación es la máxima expresión del amor de Dios a nosotros. Fue la persona a la que eligió como madre, el lugar en el que nació: lo fue todo. Mas esta cercanía y entrega no restan grandeza y santidad a Jesús, que lo hacen radicalmente distinto del hombre, criatura débil y sometida al vaivén del tiempo. Pero también es humano: En él se entremezclan gran-deza y debilidad, santidad y flaqueza, la suma verdad pero también la incer-tidumbre y la duda. Es el puente entre el Dios omnipotente y nosotros, criaturas débiles y pecadores. Y como puente entre ambas naturalezas nos ha traído de su Padre Dios la revelación de todas estas cosas: Nos ha descubier-to quién es Dios y quiénes somos realmente nosotros. Depositario de los te-soros de Dios es el servidor más generoso de sus hermanos con quienes comparte la inmensa riqueza de ser hijos del mismo Padre: “Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.
Desde esta condición de Hijo de Dios y hermano nuestro, hoy nos hace tres llamadas que debemos escuchar con atención y que pueden transformar ese clima de desaliento y miedo en el que vivimos. En medio de esta crisis sani-taria que estamos padeciendo las palabras de Cristo suenan con una fuerza especial:
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados. Yo os aliviaré”. Es la primera llamada. Está dirigida a todos los que viven su religión como una carga pesada. No son pocos los cristianos que viven agobiados por su con-ciencia. No son grandes pecadores. Sencillamente, han sido educados para tener siempre presente su pecado y no conocen la alegría del perdón conti-nuo de Dios. Si se encuentran con Jesús, se sentirán aliviados.
Es la llamada dirigida a las personas agobiadas por las responsabilidades profesionales o familiares o que tienen que cargar con las debilidades de aquellos con quienes conviven. Y es también la llamada para quienes no en-cuentran en la religión la luz o la fortaleza que necesitan para soportar el pe-so de la pandemia que padecemos. Son los cristianos cansados de vivir su religión como una tradición gastada. Si se encuentran con Jesús, aprenderán a vivir a gusto con Dios. Descubrirán una alegría interior que hoy no cono-cen. Seguirán a Jesús, no por obligación sino por enamoramiento personal, hasta poder decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.
“Cargad con mi yugo porque es llevadero y mi carga ligera”. Es la segunda llamada. El yugo o la carga de Cristo pueden ser las que se derivan de nues-tra condición de cristianos que nos hemos propuesto seguir a Jesús con to-das las consecuencias. No es fácil ser cristianos en este mundo de hoy, ni tan siquiera en el seno de la propia familia. Nos envuelve un clima de incom-prensión y a veces de crítica o de burla. Y esto nos produce un cierto hastío y soledad. Tristeza.
Pero también aquí podemos ver representadas nuestras cruces personales: enfermedades, contratiempos, personas a quienes tenemos que atender o cuidar, difamaciones, odios, incertidumbres ante el futuro de la vida… Jesús nos invita hoy a que hagamos suyas desde la fe estas cargas; a que llevemos nuestra cruz juntamente con él, que lleva la suya. Con él todo se hace más ligero y llevadero, y la vida más humana, digna y sana. No es fácil encontrar un modo más apasionante de vivir.
Jesús nos libera de miedos y presiones; hace crecer nuestra libertad, no nues-tras servidumbres; despierta en nosotros la confianza, nunca la tristeza; nos atrae hacia el amor. Nos invita a vivir haciendo el bien.
“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso”.
Es la tercera llamada. Hemos de aprender de Jesús a vivir como él. Jesús no tuvo problemas con la gente sencilla. El pueblo sintonizaba fácilmente con Él. Aquellas gentes humildes acogían con gozo el mensaje de un Dios Padre, preocupado de todos sus hijos, sobre todo, de los más olvidados.
Los más desvalidos buscaban su bendición: junto a Jesús sentían a Dios más cercano. Muchos enfermos, contagiados por su fe en un Dios bueno, volvían a confiar en el Padre del cielo. Las mujeres intuían que Dios tiene que amar a sus hijos e hijas como decía Jesús, con entrañas de madre.
El pueblo sentía que Jesús, con su forma de hablar de Dios, con su manera de ser y con su modo de reaccionar ante los más pobres y necesitados, le es-taba anunciando al Dios que ellos necesitaban. En Jesús experimentaban la cercanía salvadora del Padre. Jesús no complica nuestra vida. La hace más clara y más sencilla, más humilde y más humana. Ofrece descanso. Por nues-tra parte hemos de promover un contacto más vital con Jesús en tantos hombres y mujeres necesitados de aliento, de descanso y de paz. Hay mu-chas personas que, dentro y fuera de la Iglesia, viven “perdidos”, sin saber a qué puerta llamar. Jesús podría ser para ellos la gran noticia: El salvador de sus vidas.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
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