domingo, marzo 29, 2020

Domingo V de Cuaresma (A)

Tercera catequesis cuaresmal para los escrutinios de los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo en la Vigilia Pascual. En esta ocasión, la catequesis versa sobre la vida nueva en Cristo. Yo soy la resurrección y la vida, dice Jesús a Marta, la hermana de Lázaro que había muerto hacía ya cuatro días. Estas palabras de Jesús son el punto central de todo este párrafo del evangelio.
La vida humana, a la que nacimos todos de padre y madre, es un don precioso de Dios. Hemos sido creados por él “a su imagen y semejanza”. Nos ha dotado, entre otras cosas, de inteligencia, libertad y capacidad para amar. Pero esta vida, por ser humana y a pesar de ser un gran don otorgado por Dios, es frágil, caduca, efímera y vulnerable. Tiene un final del que nadie puede eludir.
Jesús nos habla hoy de otra vida. Una vida nueva, con garantía de permanencia para siempre, que, por la gracia que también nos es dada (si la mantenemos y no la perdemos), nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4). ¡Nada menos! Es la vida nueva en el Espíritu, a la que nacimos al recibir el bautismo.
Veamos algunos textos bíblicos acerca de esta vida nueva:
Jesús a Nicodemo: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios... Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu (Jn 3, 3). Nacer de la carne nos hace humanos. Nacer del Espíritu nos hace -¿por qué no decirlo?- “divinos”. No nos hace dioses, sino participantes de de su naturaleza divina (2 Pe 1,4).
Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva (2Co 5, 17). Estar en Cristo es más, mucho más, que estar con Cristo. Estar en Cristo significa o incluye vivir su misma vida, estar configurados con él, seguirle con la propia cruz, hasta morir y resucitar con él, asumir en lo posible sus mismas actitudes: amar como él nos ama, de manera incondicional, gratuita, sacrificada y generosa; perdonar como él perdona, a todos y siempre: servir como él, en particular a los más débiles y vulnerables; dar la vida por el otro si fuera preciso... 
Porque en él (en Cristo) habita la plenitud de la divinidad corporalmente, y por él habéis obtenido vuestra plenitud (Col 2, 9-10). La vida divina que reside en Cristo es participada por el cristiano cuando por el bautismo se une a él, que es la Cabeza. Nos incorporamos a él hasta obtener nuestra plenitud, es decir, una vida nueva que nace del Espíritu. Una vida nueva y plena.
Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20). Cristo es la vida nueva, él es quien vive en nosotros, porque de él, que es nuestra Cabeza, recibimos una vitalidad nueva, firme y vigorosa.
En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna (Jn 6, 47). Tiene, en presente. Ahora y aquí. Será consumada y definitiva en el cielo. Aquí, en la tierra, es también eterna, aunque inicial; verdadera, aunque en peligro de perderla por el pecado.
De ahí que Jesús diga en este evangelio antes de resucitar a su amigo Lázaro: Y soy la resurrección y la vida  (Jn 11, 25). No sólo que él nos resucita y nos da la vida, sino que él es, en sí mismo, la resurrección y vida para todos.
El milagro de la resurrección de Lázaro es un signo. Así lo llama Juan en el evangelio. Es signo del nacimiento a una vida nueva, que viene a ser una verdadera resurrección. Jesús no sólo nos da la vida nueva, sino que él es la vida nueva en plenitud para nosotros. Nos da lo que él es. Todo él y en plenitud. No cabe regalo mayor.
Conclusiones. Se me ocurren dos:
1.- Amar la vida que el Señor nos ha dado. Cuidarla y defenderla desde el momento de su concepción hasta la muerte natural. Trabajar para dignificar la vida de los demás en salud, libertad, bienestar
2.- Amar, sobre todo, la nueva vida a la que nacimos por el bautismo, la vida de la gracia, la vida de fe, la vida en Cristo. Y si la perdiéramos por el pecado, recuperarla por la sacramento de la reconciliación, alimentarla frecuente mente con la eucaristía, animada por la oración y preservarla de todo pecado con la ayuda de la gracia.
Cuando era leído el Evangelio escuchábamos, atónitos a la vista de tan grande milagro, cómo Lázaro había vuelto a la vida. Pero, si prestamos atención a obras más maravillosas de Cristo, todo aquel que cree, resucita; y si corremos todos los géneros de muertes, hallaremos entre las más detestables la muerte del que peca. Todos temen la muerte del cuerpo, pero pocos temen la muerte del alma. Todos se afanan por evitar que llegue la muerte de la carne, que inevitablemente ha de llegar, y por eso trabajan. Se trabaja para que no muera el hombre que ha de morir, y nada se hace para que no muera el hombre que ha de vivir eternamente. En vano se trabaja para hacer que el hombre no muera; lo más que se puede conseguir es aplazar la muerte, no evitarla; pero, si no quiere pecar, no necesitará afanarse, y vivirá eternamente» (In Io. eu.tr. 49, 2).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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