JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Con este domingo se cierra lo que llamamos, en lenguaje eclesial, el año litúrgico o año cristiano. Jesús como Rey del universo es la culminación de todas las celebraciones en las que hemos vivido momentos importantes en nuestra historia de salvación. Pero, al mismo tiempo, es también el pórtico o la antesala del Adviento con el que iniciaremos otra sucesión de fiestas de gracia, de las que la primera será el nacimiento de este Rey en Belén, como descendiente de la familia de David, elegido por Dios como figura y anticipo de lo que será su propio Hijo Jesús. David fue el primer rey que unifica a todo el pueblo de Israel; Jesús será también el Rey de toda la humanidad. Él es el Rey de reyes y el Señor del universo. En Jesús se cumplirá lo que Dios había dicho a David por la boca de su pueblo: “tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel”.
San Pablo presenta esta realeza a los colosenses con palabras tomadas de un himno cristológico que rezaban los primeros cristianos y que repetimos en la oración de Vísperas de cada miércoles. En dicho himno decimos de Jesús que es “imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo y punto de consistencia de todo el cosmos, cabeza de su cuerpo que es la Iglesia, el primogénito de entre los muertos, el primero en todo... En él reside toda la plenitud y, además, en él se ha realizado la reconciliación universal, por la sangre de su cruz”. ¿Podemos pensar en un himno más apropiado para la fiesta de hoy? También podemos oír lo que nos dice como anticipo el salmo 109: “Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora”.
David, pues, aparece hoy como figura del futuro Mesías. Si ya de él se puede decir: “tú serás el pastor de mi pueblo Israel”, nosotros sabemos que esta realeza se cumple de un modo mucho más pleno y profundo en Cristo Jesús. Como acabamos de oír a san Pablo en la carta a los de Colosas: él es imagen de Dios, primogénito de toda criatura, cabeza de la Iglesia, el que tiene la plenitud de la vida.
Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino
Jesús está clavado en la cruz. Muchos de los que contemplan la escena, entre ellos las autoridades y los guardias, se burlan de él: “si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Pero resulta expresivo el diálogo entre los dos ladrones que están crucificados junto a él: uno insultándole y el otro defendiéndolo. Este último escucha a continuación las mejores palabras que puede uno escuchar en el momento de morir: “te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La paradoja de un Rey clavado en la cruz nos recuerda lo que Jesús había dicho a Pilato: “mi reino no es de este mundo”. Su reinado es especial. Él tuvo que ir corrigiendo la idea de realeza y mesianismo que tenían sus discípulos. Cuando le quisieron nombrar rey, después de la multiplicación de los panes, se escapó. El no había venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida por todos. Ahora está, por tanto, en la plenitud de su realeza porque está en la plenitud de su entrega. Toda su vida había sido una entrega generosa. De él dijo Pedro que “pasó haciendo el bien”: consolando, perdonando, curando, atendiendo, comunicando esperanza, dando testimonio de la verdad.
Esa es su realeza. No entendió su Reino como privilegio, no buscó poder político, ni prestigio social, ni fuerza militar, ni riquezas. Sus “credenciales” las proclamamos en el prefacio: “un reino eterno y universal, el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”. Nuestro Rey está clavado en la cruz, mostrándonos que solo el amor y la entrega solidaria pueden salvar al mundo.
Quienes nos decimos cristianos tendremos que aprender esta lección. Nuestra actitud no deberá ser de dominio, sino de servicio, no de prestigio político o económico, sino de diálogo humilde y comunicador de esperanza. Evangelizamos más a este mundo con nuestra entrega generosa que con nuestros discursos. En nosotros también debe cumplir lo de que “servir es reinar”
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El buen ladrón, un buen maestro
Ante ese Rey que muere en la cruz, las reacciones de la gente son diversas: unos lo miran desde lejos, otros han escapado por miedo, otros se burlan de él. Pero hay una persona que cree en él: el buen ladrón. No sabrá de teologías, pero intuye que ese que muere a su lado es alguien especial: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Ha creído en Jesús como Rey, a pesar de que le está viendo desangrarse en un momento de mínima credibilidad, ajusticiado en la cruz. Allí mismo está también la Madre, María, y unos pocos discípulos. Pero lo sorprendente es que el ladrón exprese así su fe, por lo que escucha de labios de Jesús lo que todos quisiéramos escuchar un día: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.
El ladrón nos enseña a mirar hacia ese Cristo con ojos profundos, inspirados por el Espíritu de Dios. Con la convicción de que ese Cristo Jesús nos está abriendo el camino del Reino y todos los que nos incorporemos a él estamos llamados a su mismo destino de vida y realeza. El primer Adán vio cómo se le cerraban las puertas del paraíso. El nuevo Adán, que está a punto de entrar en su nueva existencia pascual, abre las puertas del Paraíso al buen ladrón.
En el Padrenuestro pedimos siempre: “venga a nosotros tu reino”. Hoy lo podemos rezar con mayor confianza. Porque creemos en Cristo, intentamos seguir su camino, superando nuestros desánimos, seguros de que él quiere construir unos cielos nuevos y una tierra nueva, un Reino de verdad y de vida, de santidad y gracia, de justicia, amor y paz, como dice el prefacio de la misa. Ese es el futuro de nuestro camino por este mundo. Por ello unimos nuestra oración a la del sacerdote cuando al final de la celebración diga: “te pedimos, Señor, que quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo”. Amén.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
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