Ángelus: “Rezar con amor por la persona que nos odia”
El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico (cf. Lc 21,5-19) nos presenta el discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos, en la versión propuesta por San Lucas. Jesús lo pronuncia delante del templo de Jerusalén, un edificio admirado por el pueblo por su grandeza y esplendor. Pero Él profetiza que de toda esa belleza y grandeza “no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida” (v. 6). La destrucción del templo anunciada por Jesús es una figura no tanto del final de la historia como del fin de la historia, del objetivo de la historia. En efecto, frente a los oyentes que quieren saber cómo y cuándo ocurrirán estas señales, Jesús responde con el típico lenguaje apocalíptico de la Biblia.
Utiliza dos imágenes aparentemente contrastantes: la primera es una serie de eventos que dan miedo: catástrofes, guerras, hambrunas, disturbios y persecuciones (vv. 9-12); la otra es tranquilizadora: “Ni siquiera un solo cabello se perderá….”. (v. 18). En la primera, hay una mirada realista de la historia, marcada por calamidades y también por la violencia, por traumas que dañan la creación, nuestro hogar común, y también la familia humana que vive allí, y la propia comunidad cristiana. Pensamos en tantas guerras de hoy, en tantas calamidades de hoy.
La segunda imagen – adjunta en la seguridad de Jesús – nos dice la actitud que debe tomar el cristiano al vivir esta historia, caracterizada por la violencia y la adversidad. Y, ¿cuál es la actitud del cristiano?. Es la actitud de esperanza en Dios, que nos permite no dejarnos abrumar por los acontecimientos trágicos. Más bien, son “una oportunidad para dar testimonio” (v. 13). Los discípulos de Cristo no pueden seguir siendo esclavos de los miedos y las ansiedades; en cambio, están llamados a vivir en la historia, a frenar la fuerza destructiva del mal, con la certeza de que para acompañar su buena acción siempre está la ternura providente y tranquilizadora del Señor. Esta es la señal elocuente de que el Reino de Dios viene a nosotros, es decir, que la realización del mundo se acerca como Dios lo quiere. Es Él quien dirige nuestra existencia y conoce el propósito último de las cosas y los eventos. El Señor nos llama a colaborar en la construcción de la historia, convirtiéndonos junto con Él, en agentes de paz y testimonios de la esperanza en un futuro de salvación y resurrección.
La fe nos hace caminar con Jesús por los caminos sinuosos de este mundo, con la certeza de que la fuerza de su Espíritu doblegará a las fuerzas del mal, sometiéndolas al poder del amor de Dios. El amor es superior, es más allá de la misma potencia, porque es Dios, porque Dios es amor. Hay ejemplos de mártires cristianos, mártires cristianos de nuestro tiempo, que son más que los mártires del principio, que a pesar de la persecución, son hombres y mujeres de paz, nos dan un legado para ser preservado e imitado: el Evangelio del amor y de la misericordia. Este es el tesoro más precioso que se nos ha dado y el testimonio más efectivo que podemos dar a nuestros contemporáneos, respondiendo al odio con amor, a la ofensa con perdón, porque en la vida cotidiana cuando nos sentimos ofendidos, sentimos dolor, pero cuesta perdonar. Hay que perdonar con el corazón, cuando nos sentimos odiados, rezar con amor por la persona que nos odia.
Que la Virgen María sostenga con su intercesión materna nuestro camino de fe diaria, para seguir al Señor que guía la historia.
Ciudad del Vaticano, noviembre 17, 2019.. Palabras del Papa antes de la oración mariana.
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