domingo, julio 01, 2018

DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO - B - Reflexión

Dios no hizo la muerte, ni goza destruyendo a los vivientes. 

Dios nos ha llamado a la vida para que seamos felices. Como lo es El mismo. Por ello, vida, deseos de felicidad y búsqueda de Dios son realidades que se implican y en cierto modo se identifican. Dice san Agustín: “¿Cómo te busco, pues, Señor? Porque al buscarte, Dios mío, busco la felicidad. Te buscaré, Señor, para que viva mi alma. Mi cuerpo vive de mi alma, y mi alma vive de ti”. Una larga tradición pesimista, no exenta de cierto maniqueísmo, ha querido convencernos de que nuestra vocación o nuestro destino pasa por la infelicidad, sobre todo mientras vivimos en "este valle de lágrimas". El ser humano es un desterrado del paraíso, que, estigmatizado por el pecado de la rebeldía y de la traición, tiene que cargar siempre con el peso de su propia condena. Este pecado fue tan hondo y corrompió tan profundamente al hombre que, a pesar de la gracia redentora de Cristo Jesús, lo retiene siempre lejos de la intimidad con su creador y privado del don más divino que es la paz y el gozo. No negamos la realidad del pecado en nosotros y debemos reconocer sus consecuencias no sólo morales, sino incluso sicológicas y hasta ontológicas; pero nos resistimos a creer que su fuerza supere a la gracia y que, por tanto, siga siendo condena irremediable para el ser humano.

La felicidad es la vocación fundamental del hombre. Así lo confirman por un lado la bondad infinita de Dios nuestro Padre, que no nos ha creado para que seamos des-graciados, y la vocación o deseo irresistible de felicidad. Así lo atestiguan también las enseñanzas de Jesús y su comportamiento con los enfermos, con los que sufren, como en el evangelio de hoy. José Luis Martín Descalzo escribía: “A los cristianos se nos olvida a veces que el evangelio es una respuesta a ese anhelo profundo de feli-cidad que habita en nuestro corazón. No acertamos a ver en Cristo a alguien que promete felicidad y conduce hacia ella. No terminamos de creernos que las bienaven-turanzas, antes que exigencia moral, son anuncio de felicidad. En la historia del cris-tianismo se ha ido abriendo una distancia grande entre la felicidad concreta y actual de las personas y la salvación eterna. Se tiende a pensar que la fe es algo que tiene que ver exclusivamente con la salvación futura y lejana, pero no con la felicidad con-creta de cada día, que es la que ahora mismo nos interesa”.

Razones para la alegría
La primera razón para vivir alegres es porque así lo quiere nuestro Padre Dios , que en el libro del Eclesiástico nos dice: "No te dejes vencer por la tristeza ni abatir por la propia culpa: alegría del corazón es la vida del hombre: el gozo alegra sus años; consuélate, recobra el ánimo, aleja de ti la pena porque a muchos ha matado la tris-teza,  y no se gana con la pena. Celos y cólera acortan los años, las preocupaciones aviejan antes de tiempo. Corazón alegre es un gran festín que hace provecho al que  lo come". Es lo que recordaba san Pablo a los fieles de Filipos, preso en la cárcel de Éfeso allá por los 54 y 57: "Como cristianos, estad siempre alegres, os lo repito, es-tad alegres. Que todo el mundo comprenda lo comprensivos que sois. El Señor está cerca, no os agobiéis  por nada...". También el apóstol Pedro escribía: "Descargad en Dios vuestro agobio, vuestros cuidados, que El se interesa por vosotros". Pode-mos recordar también que San Agustín, entre los quince pecados capitales que enumera en Las Confesiones señala la tristeza.

La felicidad es el resultado de vivir alegres, contentos, en paz consigo mismo y con los demás; es amar y sentirse queridos, es esperanza, confianza en  alguien más fuerte que nosotros que garantiza nuestra propia seguridad. Es ausencia de miedos o de cualquier sentimiento que pueda agitar los corazones. Como la hemorroísa del evangelio o Jairo cuando le dice a Jesús que su hija está enferma. La felicidad es un don de Dios que siempre le acompaña y del que participan necesariamente quienes están con El. Por eso: "Alégrate María, goza, siente la plenitud de la gracia, del amor, porque el Señor está contigo". Reparemos en el saludo del ángel: "Alégrate", le dice, causando estupor y zozobra en la pura doncella. Fervorosa y fiel creyente, la Virgen nuestra Señora oyó repetidas veces en la sinagoga la explicación de los 613 mandamientos  que se encuentran en las Escrituras, cumplió los preceptos y guardó las tradiciones y aguardó los días de la "alegría mesiánica" anunciada por los profetas. Llegado el momento, fue ella la primera en gustar la alegre invitación. Y poder vivir así lo que dice el salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?”.

Cuando se vive en la "casa" de Dios es más fácil poner en sus manos toda preocu-pación y cuidado y participar de la bienaventuranza divina. El "Dios-con-nosotros” debe imponer a nuestro vivir otro talante. Es preciso reconocer con pena la queja de Federico Nietzsche cuando decía que para “poder creer en el Redentor de los cristia-nos, éstos tendrían que cantar otras canciones y sus discípulos parecer más redimi-dos”. Con frecuencia hemos destacado los aspectos más duros de nuestra sacratí-sima religión, hemos pintado demasiado oscura la fachada de nuestras iglesias y hemos recargado  las tintas más sobre la cruz que sobre la resurrección, cuando no-sotros creemos en una cruz resucitada. 

La cultura moderna ha nacido con la sospecha de que Dios es enemigo de la felici-dad, y que la religión no busca la felicidad del ser humano, sino su desdicha. Son muchos los que piensan que sin Dios y sin religión seríamos más felices. Pero de-bemos reconocer que los cristianos nos inclinamos a buscar a Dios preferentemente en los aspectos negativos y dolorosos de la vida. “Existe una tendencia a excluirlo de la alegría y de la felicidad”. Dios nos ha creado para que seamos felices. Fieles a esta vocación todo ser humano busca la felicidad, pero tarde o temprano todos nos encontramos con el mal. El deseo de felicidad nos lleva a evitar todo aquello que nos pueda causar sufrimiento: se combaten la injusticias y desigualdades sociales, se lucha contra la pobreza, se combate la soledad, la ciencia está al servicio de la salud en la lucha decidida contra la enfermedad y el dolor. 

El sufrimiento, el dolor no son algo bueno y, por ello, no pueden ser objeto del amor de Dios. Antes bien, Cristo en el evangelio se compadece de los que sufren y llora ante las desgracias ajenas. El sufrimiento en sí es un mal. Decir lo contrario es una necedad o un engaño. Ni siquiera para “disculpar” a Dios se puede hablar del sufrimiento como un bien, un regalo o una gracia. Cuando el mal irrumpe en nues-tra vida, llega también la inquietud, la amenaza, el escándalo. Incluso contemplar el sufrimiento del otro es una tortura para quien tiene un mínimo de sensibilidad. Otra cosa bien diferente es que la persona pueda vivir en la enfermedad o en el sufrimien-to una experiencia positiva y enriquecedora. Los sufrimientos, físicos o morales, causan daño, pero cuando son asumidos con serenidad y valentía se convierten en camino rápido de maduración personal.

Dios está siempre de parte de los que sufren. Y lo está, siendo él mismo una perso-na doliente: Jesús en su vida pública vive y sufre como un ser humano más. Por eso, “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. Quien asume así el dolor o la enfermedad sabe que no está solo. Dios está ahí, a su lado, sufriendo también con él.

P. Juan Ángel Nieto Viguera. OAR.


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