miércoles, mayo 03, 2017

El Camino comenzó a hablar con ellos en el camino (Lc 24, 13-35)

Esta esperanza, este don, esta promesa, esta gracia tan grande, la vieron desaparecer de su alma los discípulos cuando murió Cristo; con su muerte se les vino abajo toda esperanza. Se les anunciaba que había resucitado, y les parecían un delirio las palabras de quienes lo anunciaban. ¡La verdad se había convertido en un delirio! Si alguna vez, en nuestro tiempo, se anuncia la resurrección y a alguno le parece que es puro delirio, ¿no dicen todos que bastante desgracia tiene? ¿No lo detestan todos, lo aborrecen, se apartan de él y no quieren escucharlo?

He aquí lo que eran los discípulos tras la muerte de Cristo; lo que nosotros detestamos, eso eran ellos. Los carneros poseían el mal que aborrecen los corderos. Sus palabras indican dónde tenían el corazón estos dos discípulos a quienes se apareció el Señor y que tenían los ojos enturbiados, lo que les impedía reconocerlo; la voz es indicadora de lo que pasa en el alma; pero para nosotros, pues a Jesús también el corazón le estaba abierto. Conversaban acerca de su muerte. Se les agregó como un tercer viajero, y el Camino comenzó a hablar con ellos durante el camino; tomó parte en su conversación.

Sabiéndolo todo, les pregunta de qué estaban hablando, para conducirlos, fingiendo no saber, a la confesión. Y ellos le dicen: ¿Sólo tú eres peregrino en Jerusalén, y no sabes lo que ha sucedido en la ciudad en estos días con Jesús de Nazaret, que era un gran profeta? Ya no le llaman Señor, sino sólo profeta. Eso pensaban que había sido después que le vieron morir. Aún lo honraban como a un profeta; aún no reconocían al Señor no sólo de los profetas, sino también de los ángeles. Cómo, le dicen, nuestros ancianos y los jefes de los sacerdotes lo entregaron para condenarlo a muerte. He aquí
que ya han pasado tres días desde que estas cosas sucedieron. Nosotros esperábamos que él iba a redimir a Israel. ¿A esto conduce todo el trabajo? Esperabais; ¿habéis perdido ya la esperanza? Veis que la habían perdido. Comenzó, pues, a exponerles las Escrituras para que reconociesen a Cristo precisamente allí donde lo habían abandonado. Porque lo vieron muerto, perdieron la esperanza en él.

Les abrió las Escrituras para que advirtiesen que, si no hubiese muerto, no hubiera podido ser el Cristo. Con textos de Moisés, del resto de las Escrituras, de los profetas, les mostró lo que les había dicho: Convenía que Cristo muriera y entrase en su gloria. Lo escuchaban, se llenaban de gozo, suspiraban; y, según confesión propia, ardían; pero no reconocían la luz que estaba presente.

¡Qué misterio, hermanos míos! Entra en casa de ellos, se convierte en su huésped, y el que no había sido reconocido en todo el camino, lo es en la fracción del pan. Aprended a acoger a los huéspedes, pues en ellos se reconoce a Cristo. ¿O ignoráis que, si acogéis a un cristiano, lo acogéis a él? ¿No dice él mismo: Fui huésped, y me acogisteis? Y cuando se le pregunte: Señor, ¿cuándo te vimos huésped?, responderá: Cuando lo hicisteis con uno de mis pequeños, conmigo lo hicisteis. Así, pues, cuando un cristiano acoge a otro cristiano, sirven los miembros a los restantes miembros, y se alegra la cabeza, y considera como dado a sí mismo lo que se otorgó a uno de sus miembros. Demos de comer en esta tierra a Cristo hambriento, démosle de beber cuando tenga sed, vistámosle si está desnudo, acojámosle si es peregrino, visitémosle si está enfermo. Son necesidades del viaje. Así hemos de vivir en esta peregrinación, donde Cristo está necesitado. Personalmente está lleno, pero tiene necesidad en los suyos. Quien está lleno personalmente, pero necesitado en los suyos, conduce a sí a los necesitados. En él no habrá hambre, ni sed, ni desnudez, ni enfermedad, ni peregrinación, ni fatiga, ni dolor. No sé lo que habrá allí, pero sé que estas cosas no existirán. Estas cosas que no existirán allí las conozco; en cambio, lo que vamos a encontrar, ni el ojo lo vio, ni el oído lo oyó, ni subió a corazón de hombre. Podemos amarlo, podemos desearlo; en esta peregrinación podemos suspirar por tan gran bien; no podemos pensarlo ni explicarlo de manera digna con palabras. Yo, al menos, no puedo. Por tanto, hermanos míos, buscad a alguien que pueda, si es que podéis encontrarlo, y llevadme a mí como discípulo a vuestro lado. Sólo sé que, como dice el Apóstol, quien es poderoso para hacer en nosotros más de lo que pedimos o pensamos, nos llevará al lugar donde se haga realidad lo que está escrito: Dichosos los que habitan en tu casa; te alabarán por los siglos de los siglos.

Toda nuestra ocupación será la alabanza de Dios. ¿Qué vamos a alabar si no lo amamos? También amaremos lo que veremos. Veremos, pues, la verdad, y la verdad misma será Dios, a quien alabaremos. Allí encontraremos lo que hoy hemos cantado: Amén: Es verdad; Aleluya: Alabad al Señor.
San Agustín, Sermón 236, 2-3



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