viernes, abril 14, 2017

"YO TE ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO" .

Segunda Palabra: 
"Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso."
 (Lucas, 23: 43).

He sufrido el escarnio de todos, la traición del amigo, el abandono de los míos, golpes y latigazos, el dolor insufrible de unos clavos que atravesaban mis manos y mis pies y de las espinas de una corona en mi cabeza, la vergüenza pública al ser expuesto en lo alto de una cruz para morir como un facineroso o un malhechor más, el abandono de los míos… 

Después de tantos tormentos que me infligieron a lo largo de la noche y durante toda la mañana, he oído unas palabras que me han llenado de consuelo. Las únicas. Y las ha pronunciado un ajusticiado como yo, clavado también en una cruz como la mía, poco antes de morir. Éste, ha dicho, no ha hecho nada malo. Y se refería a mí.

Pero también es verdad que habló mi madre con un silencio que era más elocuente que palabra humana podía pronunciar. Permaneció callada y entera al pie de la cruz. De ella recibía el consuelo más pleno y un amor de ternura sin límite. No se oyó su voz. Sin embargo ella ha sido mi verdadera consolación.

Pero la voz o el sonido de la palabra la puso uno de los dos ladrones que estaban a mi lado. Uno sólo de tantos que había a mi alrededor presenciando mi muerte. Acalló al otro que maldecía su suerte y me echaba en cara mi silencio y mi actitud sumisa y pasiva. Me increpaba y maldecía de mí. 

El buen ladrón -lo era ya en ese momento- confesaba su propia culpabilidad y le decía al otro que su suplicio era justo. Reconoció mi inocencia. Nada sabía referente a mi Reino, pero demostraba una gran fe en mí.

Sus ojos sólo veían a un crucificado como él, pero con su fe intuía que lo que estaba escrito en la parte alta de la cruz era verdad. Yo era rey y tenía un reino “más allá” de la muerte, y me pedía que lo llevara conmigo: Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Me llamó Jesús. Me reconoció sin duda como salvador, que es lo que mi nombre significa en su lengua y en la mía.

¿Cómo no acceder yo a una petición tan sentida, tan sincera, tan conmovedora? Le contesté y pronuncié la segunda palabra. Me salió de lo más profundo del corazón, donde radica el amor más generoso: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraí-so. Y murió en paz. O mejor, traspasó la frontera de su propia muerte para renacer y vivir conmigo una vida nueva, feliz y sin final, en el paraíso. Le di mucho más de lo que me había pedido. Me había pedido sólo que me acordara de él, y le he dado poder compartir el Reino conmigo. Y sin mayor dilación. Hoy mismo. Ya. 

Y estas mismas palabras digo y diré a todos los que, arrepentidos, me pidan estar conmigo en el paraíso. No importa el momento, ni las circunstancias en que me lo pidan. No importa tampoco si lo dijeran poco antes de morir después de una vida de pecado. No importa que toda la vida hayan sido incrédulos y no creyentes, si al ver que se les escapa la vida, movidos por la gracia, se vuelven a mí y me piden venir conmigo. No importa que hayan sido criminales, ladrones y asesinos. Porque voy a morir por todos. 

A los que viven solos en una soledad insufrible, a los abandonados y marginados por una sociedad egoísta e inhumana, a todos los crucificados y torturados física y sicoló-gicamente…, a todos digo, si me lo piden, que estarán conmigo en el paraíso, que to-dos serán salvados por esta cruz en la que yo estoy también clavado y a punto de morir.

Y lo diré también a todos los creyentes, seguidores míos y discípulos. Diré a cada uno en particular: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. Lo había dicho ya con otras palabras a los Doce ayer mismo, en la cena pascual, en mi despedida. Al saber que me “iba” se pusieron muy tristes, y les dije: En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un sitio. Cuando vaya y os prepare un sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis tam-bién vosotros (Jn14, 2-3).

Voy a morir dentro de unos momentos, pero antes proclamo a los cuatro vientos desde la cruz mi oferta de salvación a todos, con mi deseo de que estén siempre conmigo ahí donde estaré yo, en el paraíso. Basta que me lo pidan con la misma fe que el buen ladrón, con el mismo amor que mis discípulos, con la esperanza firme de que su deseo se cumplirá. 

Y pido a todos desde esta cruz que sean también consoladores de los que sufren, en los que yo estoy presente; que sean creyentes de verdad en una salvación que ofrezco a todos; que su esperanza sea firme a pesar de los fracasos que les puedan sobrevenir (fracasados humanamente fuimos el buen ladrón y yo); que su amor a la cruz sea ca-mino de salvación para todos; que confíen siempre en mí…
Es mi segunda palabra, y la cumpliré.
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San Agustín:

Cristo estaba colgado como él, pero no envilecido como él. Quien colgaba lo reconocía como Señor. El mismo tormento de la cruz los asociaba; pero el premio no era el mis-mo. ¿Qué estoy diciendo? ¿Otorgas un premio a Cristo, dador de todos los pre-mios? “Señor, dijo, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Lo veía colgado y cru-cificado, y, sin embargo, esperaba que iba a reinar. «Acuérdate de mí, le dijo; pero no ahora, sino cuando llegues a tu reino. Yo he cometido muchos males, confesó; no es-pero un descanso inmediato. Bástenme los tormentos sufridos hasta tu llegada. Sea atormentado ahora; mas, cuando vengas, perdóname». Él lo aplazaba, pero Cristo ofrecía el paraíso a quien no lo pedía. Acuérdate de mí; pero ¿cuándo? “Cuando lle-gues a tu reino”. Y el Señor: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso  (S. 327, 2).
P. Teodoro Baztán Basterra.


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