jueves, marzo 02, 2017

JOSÉ (1)

Exceptuando a María, nadie “bebió de la fuente” agua más abundante que José. Fue padre legal de Jesús, pero también maestro y discípulo. Maestro, porque con él, sometido a su autoridad, el niño iba creciendo en sabiduría, estatura y en gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 52). Discípulo, porque, para él, el Maestro de la verdad y la vida, el único, la fuente de la verdadera sabiduría, era Jesús. 

José es un santo querido y muy popular. En él se manifiesta la predilección de Dios por los humildes y sencillos. En el evangelio, José no destaca por lo que dice, sino por lo que es. Sencillamente escucha a Dios y cumple su tarea.


1.    El hombre del silencio

No conocemos una sola palabra pronunciada por José. Sólo hablaba su vida con un sí constante a Dios. En un primer momento, con vacilaciones, muy explicables porque se topó con un misterio que no comprendía. Después y siempre, con aceptación total, con obediencia a toda prueba, con fidelidad.
Es el hombre del silencio. Pero toda su vida fue palabra elocuente y veraz. Su actitud ante el misterio, sus gestos, su obediencia asumida a pesar de todo, su entrega responsable a la misión que se le había encomendado, su vida entera, etc., todo hablaba, y sigue hablando hoy, con voz alta y clara, más que muchas palabras que nada o muy poco dicen.

Su silencio habla de una relación íntima y muy personal con Jesús y su madre. Habla de una fe profunda y rica, de una vida entregada a la misión que se le había confiado, de fidelidad y trabajo responsable, de sencillez y pobreza enriquecida por un amor fecundo, generoso y sacrificado.

 Su silencio en el evangelio es voz que grita, como la de Juan, señalando al que ya “está con él y con nosotros”. Podemos imaginar sus palabras en la convivencia familiar, en las horas de trabajo, en los momentos de descanso. Palabras como las se pronuncian en cualquier familia normal de entonces y de su entorno. Pero el evangelio las calla, para dejar hablar al silencio.

El silencio, cuando es interiorización de lo que uno siente o vive con admiración y gozo, lleva a la contemplación. El silencio, entonces, no es vacío de palabras, sino búsqueda y expresión de la verdad. Cuando es negación de la palabra, produce muerte porque mata el amor. Puede ser también indiferencia en relación con los otros o despreocupación de lo que ocurre en el entorno. Entonces es vacío.

Dos enamorados pueden caminar juntos un largo trecho, asidos de la mano, sin decirse una palabra, pero su comunicación puede ser muy expresiva y fluida y con una gran carga de amor y cariño. Podrán decirse también palabras, pero serán verdaderas si brotan de un silencio lleno de emociones, recuerdos y anhelos. Y, sobre todo, si está lleno de amor.

Para san Agustín la naturaleza es un libro abierto, silencioso y elocuente, y lleno de vida y belleza. En él encontraba y leía la presencia de un Dios que así, a través de todo lo creado, se acerca al hombre. Lo dicho: el silencio de la naturaleza interiorizado lleva a la contemplación de la única belleza admirada y gozada.

Pero el mismo Agustín nos invita a entrar dentro de nosotros mismos para encontrar la verdad que está en el hombre interior. Es decir, en el silencio animado por el Espíritu, lleno de la presencia del Padre y del Hijo, que es la Ver-dad. ¿Qué es la verdad?, preguntó Pilato. Y Jesús se calló. ¿Para qué explicarle con palabras, cuando tenía delante de sí la Verdad y él era incapaz de percibirla? Era más elocuente el silencio de Jesús, que invitaba a Pilato a buscar dentro de sí, a interrogarse él mismo y seguir buscando. ¿Le habría creído si Jesús hubiera dicho: Yo soy la verdad? Mejor el silencio.
Sabe hablar quien antes sabe callar. Y sabe callar quien sabe escuchar y discernir lo que otros dicen. En tu caso, lo que te dice Dios, lo que te sugiere Cristo, que es la Verdad, lo que te enseña y recuerda el Espíritu de Jesús.

Las palabras, las tuyas y las mías, tendrán garantía de verdad si antes han si-do interiorizadas. De lo contrario, serían palabrería, verborrea y vacuidad. Mucho más cuando nos dirigimos a Dios en la oración: Cuando oréis, dice Jesús a sus discípulos, no seáis palabreros como los paganos, que piensan que a fuerza de palabras serán escuchados. No lo imitéis, pues vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de que se lo pidáis (Mt 6, 7-8). Palabras, las justas, como lo indica Él mismo al enseñarles a continuación el Padrenuestro.

El hombre de hoy tiene miedo al silencio y a la soledad. Rehúye uno y escapa de la otra. Tiene que llenar su vida, y muchas veces su soledad, con sonidos que a veces son ruidos, con voces de otros… Tiene que estar conectado a distintos dispositivos a músicas y cantos, a emisiones radiofónicas, a lo que sea con tal de “matar” el silencio.  Tiene que sentirse acompañado de otros, y no sabe acompañarse de sí mismo. No valora ni echa en falta momentos de soledad. Y así, se empobrece cultural y espiritualmente.

No se trata de no hablar, sino de interiorizar lo que se va a decir. No se trata de no oír o escuchar música, sino de dar cabida ante todo a la “música” interior, a la voz del silencio. No se trata de aislarse del mundo, sino de saber encontrarse a sí mismo en momentos de soledad, donde Dios suele también hablar y llenar con su compañía y presencia.

Tomado del Libro Bebieron de la Fuente
P. Teodoro Baztán Basterra

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