jueves, noviembre 10, 2016

No constituye deshonra ninguna el creer en la religión

Pero veamos ahora, me dirás, si debemos creer en la religión. Si admitimos que son cosas distintas el creer y el ser crédulos, se sigue que no hay mal ninguno en creer en la religión. ¿Qué pensaríamos si la fe y la credulidad fueran ambas defectuosas, como lo son la embriaguez y el acto de embriagarse? Quien tuviera esto por cierto, pienso que no podría tener amigo ninguno; porque si es una deshonra creer en algo, o incurre en torpeza quien cree en su amigo, o no entiendo cómo puede llamarse amigo a sí mismo o al otro, si es que no cree en él. A esto es posible que me repliques diciendo que en ocasiones hay cosas que tenemos que creer, y me pides que te aclare cómo puede no ser un defecto en materia religiosa creer antes de llegar a saber. Trataré de exponértelo, y quisiera preguntarte cuál de estas dos cosas es peor, a saber: entregar la religión a un indigno o creer lo que dicen los que la enseñan. Pienso que admites que mayor responsabilidad alcanza a quien descubre a un indigno los santos misterios -si es que hay alguno- que a los que creen lo que de la religión aseguran los hombres religiosos. Otra manera de contestar no te hubiera sido honrosa. Suponte, pues, que ya está presente quien te adoctrine en religión: ¿cómo lograrías convencerle de tu sinceridad como discípulo y de que no hay en ti ni dolo ni simulación ninguna en cuanto a esto? Me dirás que invocando tu conciencia como testigo de que no hay ficción en ti, confirmándolo con las mejores palabras, pero al fin con palabras. Te será imposible abrir a un hombre, tú, hombre también, los entresijos de tu espíritu, para que vea tu ser íntimo. Si te dijera él: creo en lo que me dices, pero ¿no sería más razonable que tú dieras fe a mis palabras, ya que, si tengo yo la verdad, tú serás el beneficiario y yo quien te hace el beneficio? ¿Cuál sería tu respuesta, sino que merecía que creyeras en él?

Como réplica podrías decirle: ¿No sería mejor que me dieras razón de por qué he de creer, para que con la dirección de aquélla caminara por doquier sin riesgo de incurrir en temeridad? Acaso fuera mejor lo que propones; pero si tan difícil te resulta el conocimiento de Dios por vía racional, ¿crees que pueden todos comprender las razones que descubre a la inteligencia del hombre la realidad divina? Los que pueden comprenderlas, ¿son muchos o pocos? Tú, ¿qué piensas? Pienso que son pocos, dices. ¿Te cuentas entre ellos? No me toca a mí darte la respuesta. Continúas pensando que también en esto debe él creerte, y así lo hace, en efecto. Pero no olvides que ya son dos las veces que él cree proposiciones tuyas sin tener de ellas certeza; tú, en cambio, ni por una sola vez crees en los consejos de orden religioso que él te propone. Supongamos, no obstante, que las cosas son así y que con espíritu sincero te acercas para instruirte en religión; que eres de esos pocos que pueden aprehender las razones por las que se llega al conocimiento de la divinidad: ¿habría que negar la religión al resto de los hombres que no han sido favorecidos con un ingenio tan sereno, o es preciso llevarlos paso a paso, como por grados, hasta la cima de estos misterios? Claramente se ve qué sea más religioso, porque no puedes en modo alguno dar por bien hecho el que se rechace o se desdeñe a nadie que arda en deseos de cosa tan importante. ¿Piensas, acaso, que puede alguien llegar a la verdad pura si antes no lo cree posible si su espíritu no es sencillo y se purifica con un modo de vivir ordenado, sumiso a ciertos preceptos no menos necesarios que importantes? No hay duda de que es ésa tu opinión. ¿Qué género de mal les puede sobrevenir a esos hombres -entre ellos te cuento a ti-, a quienes no les sería difícil comprender los secretos divinos con razón firme si marcharan por esa vía propia de los que comienzan por creer? Creo que ninguno. Con todo, replicas: ¿qué razón hay para detenerlos? El daño que con su ejemplo ocasionan a los demás, aunque ellos queden indemnes. Son poquísimos los que tienen un concepto exacto de sus fuerzas: a los que se creen de menos hay que estimularles para que no los abata la desesperación; hay que contener a los que se creen de más, para que la audacia no los lance en el precipicio. Empresa fácil si, para evitar peligrosas emulaciones, se obliga a los que pueden marchar solos a seguir el camino seguro de los demás. Así es la providencia de la religión verdadera: lo que ha mandado Dios, lo que nos han legado los antepasados y lo que hasta aquí hemos mantenerlo; alterarlo o trastrocarlo equivale a ensayar un camino impío a la religión verdadera. Ni aun consiguiendo los medios que desean podrían llegar al fin propuesto los que hicieren aquello. Por agudo que sea su ingenio, sin la ayuda de Dios, no hace más que arrastrarse por el suelo; y Dios ayuda a los que, acuciados por la inquietud ce llegar hasta El, sienten a la vez preocupación por el resto de los hombres. ¿No hay apoyo más firme para ir al cielo? Por lo que a mí respecta, este razonamiento se me impone; porque ¿cómo podré decir que no se debe creer sin conocimiento previo, si es totalmente imposible la amistad misma sin la fe en algunas cosas indemostrables por la razón, y si los mismos señores dan fe a los esclavos a su servicio sin desdoro de su dignidad? Dentro del ambiente religioso, ¿qué despropósito puede superar al de que el ministro de Dios crea en nuestras palabras, que le hablan de un ánimo sincero, y nosotros nos resistimos a creer en las suyas cuando nos mandan alguna cosa? Por último, ¿puede hallarse camino más seguro que la preparación para la verdad mediante la sumisión a todo lo que Dios ha establecido para cultivo y purificación de nuestras almas? O si es que ya te sientes preparado, ¿qué mejor que hacer un pequeño rodeo para entrar por donde la seguridad es completa y no creamos peligros a nosotros mismos y dejar a los demás el ejemplo de la temeridad?

UT. CR. X, 23-24

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