domingo, noviembre 20, 2016

Festividad de Cristo Rey (Domingo XXXIV Tiempo Ordinario, C) Reflexión

Este domingo es el último del año en la liturgia de la Iglesia. El próximo domingo, con el que comienza el tiempo de adviento, será el primero del nuevo año. Y por ser éste el último, la Iglesia celebra hoy la fiesta de Cristo Rey, que viene a ser como la coronación de todas las fiestas del año en que, con la centralidad de la Pascua, hemos ido celebrando nuestra fe en el Señor muerto y resucitado.

El párrafo de la carta de san Pablo a los Colosenses  es de una profundidad teológica impresionante. Es un himno de acción de gracias y de reconocimiento de Cristo resucitado, como principio y centro de la creación y de la historia de la salvación. Porque Él, Cristo, nacido en el tiempo hace más de dos mil años, es anterior a todo, todo fue creado por Él y todo se mantiene en Él.

Por todo lo que fue Jesús, por todo lo que hizo, Dios Padre nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo, nos ha sacado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido. Y ha sido el sacrificio de Cristo quien nos ha merecido la redención y el perdón de los pecados. No sé si, al menos de vez en cuando, nos detenemos a pensar un poco en las maravillas que Dios hace con nosotros. Ojalá que sí.

No deja de ser una paradoja, aparentemente al menos y según nuestro modo de pensar y sentir, que en una fiesta como ésta en que celebramos la realeza de Cristo, el evangelio nos lo presente muriendo en una cruz, como un malhechor más, abandonado de todos, burlado por muchos y como un fracasado. Pero es que su reino no es como los de este mundo. Ni él, en cuanto rey, tampoco. Yo soy rey, le había dicho a Pilato esa misma mañana. Y añade: Pero mi reino no es como los de este mundo.

Un párrafo bellísimo de la carta a los Filipenses: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso  a la muerte. Y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó y le concedió el “Nombre sobre-todo-nombre”..., y toda lengua proclame “Jesucristo es el Señor”. Es decir, Rey del universo.

Refiriéndose en cierta ocasión a los mandamases de este mundo, Jesús nos dice de ellos:
Sabéis que los jefes de los pueblos – los reyes de entonces - los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor (...); Igual que el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar la vida en rescate por todos.

Jesús reina porque sirve, no porque domina o manda. Y sirve porque ama. Y porque ama hasta el extremo, con un amor sacrificado y fecundo, es constituido Rey (otra paradoja más) cuando muere en la cruz, porque, en su caso – ojalá que también en el nuestro – servir es reinar, y su entrega a la muerte por nosotros es el supremo acto de servicio a la humanidad que quiere salvar. Cristo es nuestro Rey porque muere por nosotros y resucita para que también nosotros resucitemos con Él.

Por todo ello viene a ser Él un rey atípico. Se coloca en el último lugar para servir. Y nos dice que nosotros debemos situarnos en esta misma línea si queremos reinar con Él. Seremos, por tanto, parte de este Reino si asumimos, como una constante en nuestra vida cristiana, las mismas actitudes de Cristo, sus mismos gestos, su misma vida. Es decir, si asumimos como tarea permanente el servicio al hermano, quienquiera que él sea. Hasta la muerte, si fuera preciso. Como ocurrió con Jesús.

Precisando un poco más las cosas, forman parte del Reino de Cristo los misericordiosos, los que trabajan por la paz y la justicia, los limpios de corazón, los sencillos y los pobres de espíritu, los que perdonan de corazón, los que sirven al hermano en cualquier necesidad. Porque su Reino es un Reino de amor y misericordia, de paz y justicia, de santidad y de gracia.

La eucaristía es la celebración de la muerte y resurrección de Cristo. Es, por tanto, la celebración de su señorío o realeza.
P. Teodoro Baztán Basterra

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