Jesús considera a los pecadores como descartados y los invita a ser hijos suyos.
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta una figura que se destaca
por su fe y su coraje. Se trata de la mujer a la que Jesús curó de sus pérdidas
de sangre. Pasando en medio de la muchedumbre, se acerca por detrás de Jesús
para tocar el borde de su manto. “Ella se decía a sí misma: con sólo tocar su
manto, quedaré curada” .
¡Cuánta fe, verdad! ¡Cuánta fe tenía esta mujer! Razonaba así porque
estaba animada por tanta fe, tanta esperanza y, con un toque de astucia,
realiza lo lleva en su corazón. El deseo de ser salvada por Jesús es tan grande
que la hace ir más allá de las obligaciones establecidas por la ley de Moisés.
Esta pobre mujer de hecho, hacía muchos años que estaba no solamente
enferma, sino que era considerada impura porque padecía de hemorragias. Y por
lo tanto estaba excluida de las liturgias, de la vida conyugal, de las
relaciones normales con el prójimo.
El evangelista Marcos añade que había consultado a muchos médicos,
acabando sus medios para pagarlos y soportando tratamientos dolorosos, pero
solo había empeorado. Era una mujer descartada por la sociedad. Es importante
considerar esta condición de descartada, para entender su estado de ánimo:
ella siente que Jesús puede liberarla de la enfermedad y del estado de
marginación y de indignidad en el que se desde hace años se encuentra. En una
palabra: sabe, siente que Jesús puede salvarla.
Este caso nos hace reflexionar sobre cómo la mujer muchas veces es
percibida y representada. Todos fuimos puestos en guardia, también las
comunidades cristianas, delante de consideraciones reducidas de la feminidad
por prejuicios y sospechas ultrajantes de su intangible dignidad. En este
sentido son precisamente los Evangelios los que restablecen la verdad y
reconducen a un punto de vista liberador.
Jesús ha admirado la fe de esta mujer evitada por todos y ha
transformado su esperanza en salvación. No conocemos su nombre, pero las pocas
líneas con las que los Evangelios describen su encuentro con Jesús trazan un
itinerario de fe capaz de restablecer la verdad y la grandeza sobre la dignidad
de toda persona.
En el encuentro con Cristo se abre para todos, hombres y mujeres de
todos los lugares y de todos los tiempo, el camino de la liberación y de la
salvación.
El Evangelio de Mateo dice que cuando la mujer tocó el manto de Jesús,
Él “se dio vuelta” y “la vio”, y le dirigió la palabra. Como decíamos, a causa
de su estado de exclusión, la mujer ha actuado oculta, detrás de Jesús, tenía
un poco de temor, para no ser vista, porque era una descartada.
En cambio, Jesús la ve y su mirada no es de reproche, no dice: “¡Fuera
de aquí, tú eres una descartada!”, como si dijera: “¡Tú eres una leprosa,
fuera!”. No la reprocha, por el contrario la mirada de Jesús es de misericordia
y ternura. Él sabe lo que ha sucedido y busca el encuentro personal con ella,
lo que en el fondo, ella misma deseaba.
Esto significa que Jesús no sólo la recibe, sino que la considera digna
de este encuentro hasta el punto que le dona su palabra y su atención. En la
parte central del relato el término salvación se repite tres veces. “Si logro
tan solo tocar su manto seré curada. Jesús se giró y al verla, le dijo: ‘Animo,
hija, tu fe te ha salvado’”. Este “ten confianza, hija” expresa toda la
misericordia de Dios por aquella persona, y por toda persona descartada.
Cuántas veces nos sentimos interiormente descartados por nuestros
pecados, hemos combinado tantas, hemos hecho tantas… Y el Señor nos dice:
“¡Ánimo! ¡Ven! Para mí tú no eres un descartado, una descartada. Ánimo
hija. Tú eres un hijo, una hija”. Y éste es el momento de la gracia, es el
momento del perdón, es el momento de la inclusión en la vida de Jesús, en la
vida de la Iglesia. Es el momento de la misericordia. Hoy, a todos nosotros,
pecadores, que somos grandes pecadores o pequeños pecadores, pero todos lo
somos. A todos nosotros el Señor nos dice: “¡Ánimo, ven! Ya no eres más un
descartado, no eres una descartada: yo te perdono, yo de abrazo”.
Así es la misericordia de Dios. Debemos tener el coraje de ir hacia Él,
pedir perdón por nuestros pecados e ir adelante. Con coraje, como hizo esta
mujer. Así la “salvación” adquiere múltiples aspectos: ante todo a la mujer le
devuelve la salud; después la libera de las discriminaciones sociales y
religiosas; además, realiza la esperanza que ella llevaba en su corazón
anulando sus temores y su desánimo; y para concluir la devuelve a la comunidad
liberándola de la necesidad de actuar a escondidas.
Y esta última cosa es importante: una persona descartada actúa siempre
escondido, alguna vez o toda la vida: pensemos en los leprosos de aquellos
tiempos, en los sin hobar de hoy… pensemos en los pecadores, en nosotros
pecadores: siempre que hacemos algo escondidos, que tenemos necesidad de hacer
algo a escondidas, nos avergonzamos de lo lo que somos. Y Él nos libera de
esto, Jesús nos libera y hace que nos pongamos de pie:
“Levántate, ven. De pie”. Como Dios nos ha creado: Dios nos ha creado de
pie, no humillados. De pie. Jesús da una salvación total que reintegra la vida
de la mujer en la esfera del amor de Dios y, al mismo tiempo, la restablece en
su plena dignidad.
Vale a decir, no es el manto que la mujer ha tocado el que le dio la
salvación, sino la palabra de Jesús, acogida en la fe, capaz de consolarla,
curarla y restablecerla en la relación con Dios y con su pueblo. Jesús es la
única fuente de bendición de la cual brota la salvación para todos los hombres,
y la fe es la disposición fundamental para acogerla.
Jesús, una vez más, con su comportamiento lleno de misericordia, indica
a la Iglesia el itinerario que es necesario realizar para salir al encuentro de
cada persona, para que cada uno pueda ser curado en el cuerpo y en el espíritu,
y recuperar la dignidad de hijos de Dios. Gracias».
Ciudad del Vaticano, 31 agosto 2016.
Fuente; Fluvium.org
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