miércoles, septiembre 14, 2016

Domingo XXIV T.iempo Ordinario. C Reflexión


Necesitamos pensar mucho y, agradecer a la vez a Dios ya que Él nos confía el poder vivir con alegría una realidad siempre nueva y ser capaces de testimoniar la fe que Él generosamente nos concede. Seguramente, esta idea nos resulta demasiado llamativa y hasta casi imposible y es que en el margen de una vida real resulta difícil creer que Dios, siendo firme en sus decisiones, “aparece siempre con el perdón”. Esta es la gran verdad que se anuncia en este domingo en la Palabra de Dios.

     Al leer la primera lectura nos encontramos con la realidad continua de nuestros pasos fuera de la ley de Dios: “este pueblo pronto se ha desviado del camino que yo les había señalado” y, aunque la referencia es en tiempo de Moisés, ayer como hoy y como siempre, será verdad la afirmación de “veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz”. Dura afirmación de Dios sobre Israel pero realidad también de todo tiempo. Cada uno asume desde Dios el ser consecuente con los dones recibidos pero debemos confesar que muchas veces estamos muy lejos del camino que lleva a la felicidad verdadera. 

Pero, aún así, es bueno recordar lo que nos dice san Pablo: “Dios tuvo compasión de mí” para que seamos “modelo de todos los que creerán en él (en  Dios) y que tendrán vida eterna”.

    El proceso  del camino en la fe está en el corazón, en el interior de cada uno de nosotros. A veces culpamos mucho al ambiente y no queremos aceptar la falsedad de enfrentarnos con nosotros mismos, seguiendo en la pasividad y culpando incluso a los demás. Estamos llamados, como dice el apóstol Pablo, “a ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna” y esta afirmación es la llamada que Dios nos hace en el corazón de tal modo que podemos expresar las afirmaciones del salmo en una bendición llena de amor: “Él crea en  nosotros un corazón puro, nos renueva por dentro con espíritu firme, no nos arroja nunca de su rostro ni nos quita su santo espíritu”. El creer y dar sentido a nuestra vida, en la visión de la fe y en la concienia de llegar a Dios con corazón arrepentido, levanta del suelo a todo aquel que, en el fondo de sí mismo, es capaz de decir: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti… 

    Desde una visión a distancia, el que se expresa con tal confesión anterior, nos manifiesta una persona que mira hacia el atrás de su vida y es consciente de un comportamiento bastante lejos de todo lo que suene a justicia, agradecimiento y hasta puede calificarse como un desaire total a un padre que no ha hecho otra cosa que tratar de dar felicidad verdadera a sus hijos. Por decirlo de una manera un tanto actual, es “una chulería” lo que ha hecho. Es cierto que cabe pensar si el lenguaje, con lo que sigue diciendo, conlleva deseos de una vida nueva y a tenor de lo que es verdad para dar vuelta a lo vivido  por él (el hermano mayor salpicará con un cierto veneno la actitud negativa del pequeño) y, en esa actitud, entre humilde y confiada, camina hacia la casa del Padre.

    Una advertencia: somos lectores de la narración anterior y ¿cómo encaja en  nosotros? Cada uno tenemos nuestra experiencia y, pensando despacio, es fácil reconocer, por supuesto si hay humildad y verdad, en qué modo entra en nosotros la tal confesión del hijo menor. En el fondo nos gusta la parábola como narración pero ¿la asumimos cómo algo tan real y ocurrente en nosotros? No es cuestión, ni hoy ni nunca, de ser espectadores que oyen y, sin embargo, no lo llevan a su corazón y olvidando a quiénes dirigió el Señor la parábola. Es muy peligroso oír y no escuchar; al fin y al cabo, están en juego dos actitudes: los que necesitan, aunque no lo expresan, el perdón y la misericordia y los que se acercan allí donde pueden ser reconfortados y reconciliados. Por el contrario, los que se creen dueños de sí mismos y de la situación, los que están pagados de sí mismos y de sus méritos ante Dios, murmuran…

    Puede ocurrir que tal vez estamos en un plano más bien  de complacencia acomodada que de atención ante la realidad de la definición de nosotros mismos. Y esto es muy peligroso. Ante Dios tenemos que plantearnos si Él es la razón de nuestra vida o no. De otra manera, tapamos la propia penuria y seguimos en una actitud más de jueces que de necesitados del abrazo de Dios. 

    El abrazo del padre al hijo que vuelve a casa tiene dos referencias: por un lado, el joven encuentra al Padre, en nuestro caso, es Dios, y la gracia de vivir es misericordia que lo rehace como hijo regenerado. Hay que insistir: la misericordia lo renueva, hay una reconciliación total. En el fondo, es una conversión y esa la necesitamos todos. No hay ninguna realidad de nuestra vida que no quede transformada cuando dejamos que la gracia actúe como fuente de una novedad en nosotros.

    Lo contrario es el hijo mayor, el bueno, el cumplidor…, un estilo de vida en cumplimiento y sin amor. Todo ocupado en sí mismo y sin ningún espacio nuevo para renovar el corazón, dejando de lado la fuente de una novedad: el agradecimiento total a un padre lleno de amor y de compasión. En el fondo, incapaz de ser feliz: deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.

    No quedemos en una mera narración de lo leído o escuchado; vayamos a nuestro interior y recordemos nuestras “escapadas” viviendo solo a nuestro estilo y no gozando la misericordia de Dios. Es hora de dar a nuestras personas un aviso sobre la verdad y el perdón infinito, el caminar en la vida con humildad y transformar nuestra vida cristiana en una expresión de reconciliación sostenida por la acción misercordiosa de Dios.
P. Imanol Larrínaga

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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