lunes, agosto 08, 2016

Reflexiones del Domingo XIX del Tiempo Ordinario (C)

VÉRTIGO
Unos lo llaman «euforia veraniega». Otros «desmadre». Lo cierto es que, durante el verano, es más fácil advertir ese estilo de vida cada vez más frecuente en la sociedad occidental y que ha sido calificado por algunos analistas como «experiencia de vértigo».

Todos sabemos lo que sucede cuando subimos a una torre alta y miramos hacia el suelo. El vacío nos arrastra, y si no nos asimos fuertemente a algo, corremos el riesgo de precipitarnos hacia el abismo. Algo de esto puede ocurrir en la vida del individuo. El vacío interior puede provocar una especie de vértigo capaz de arrastrar a la persona hacia su ruina.

Cuando se vive sin convicciones profundas existenciales» es la búsqueda de ruido. La persona no soporta el silencio. Aborrece el recogimiento. Lo que necesita es perderse en el bullicio y el griterío. De esta forma es más fácil vivir sin escuchar ninguna voz interior.

Este vértigo conduce, por lo general, a un estilo de vida donde todo puede quedar desfigurado. Fácilmente se confunde la alegría con la euforia, la fiesta con la orgía, el amor con el sexo, el descanso con la dejadez. La persona quiere vivir intensamente cada momento, pero, con frecuencia, no puede evitar la sensación de que se le puede estar escapando algo importante de la vida.

Y, ciertamente, es así. En la «experiencia de vértigo» se encierra un engaño que López Quintás resume con estas palabras: «Las experiencias fascinantes de vértigo lo prometen todo, no exigen nada y acaban quitándolo todo.» Para vivir una vida de vértigo, no hace falta ningún esfuerzo. Sólo dejarse llevar por las pulsiones instintivas y ceder a la satisfacción inmediata. Lo que pasa es que una vida «desmadrada» lleva fácilmente a la dispersión, el embotamiento y la tristeza interior.

Hemos de escuchar la invitación de Jesús a vivir vigilantes, «ceñida la cintura y encendidas las lámparas». Para vivir de forma más humana y más cristiana es necesario cuidar más «lo de dentro» y alimentar mejor la vida interior. No es extraño que un maestro espiritual de nuestros días afirme que el hombre contemporáneo necesita escuchar la célebre consigna de san Agustín: «volvamos al corazón.»

LOS NECESITAMOS MÁS QUE NUNCA
Las primeras generaciones cristianas se vieron muy pronto obligadas a plantearse una cuestión decisiva. La venida de Cristo resucitado se retrasaba más de lo que habían pensado en un comienzo. La espera se les hacía larga. ¿Cómo mantener viva la esperanza? ¿Cómo no caer en la frustración, el cansancio o el desaliento?

En los evangelios encontramos diversas exhortaciones, parábolas y llamadas que sólo tienen un objetivo: mantener viva la responsabilidad de las comunidades cristianas. Una de las llamadas más conocidas dice así: «Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas». ¿Qué sentido pueden tener estas palabras para nosotros, después de veinte siglos de cristianismo?

Las dos imágenes son muy expresivas. Indican la actitud que han de tener los criados que están esperando de noche a que regrese su señor, para abrirle el portón de la casa en cuanto llame. Han de estar con «la cintura ceñida», es decir, con la túnica arremangada para poder moverse y actuar con agilidad. Han de estar con «las lámparas encendidas» para tener la casa iluminada y mantenerse despiertos.

Estas palabras de Jesús son también hoy una llamada a vivir con lucidez y responsabilidad, sin caer en la pasividad o el letargo. En la historia de la Iglesia hay momentos en que se hace de noche. Sin embargo, no es la hora de apagar las luces y echarnos a dormir. Es la hora de reaccionar, despertar nuestra fe y seguir caminando hacia el futuro, incluso en una Iglesia vieja y cansada.

Uno de los obstáculos más importantes para impulsar la transformación que necesita hoy la Iglesia es la pasividad generalizada de los cristianos. Desgraciadamente, durante muchos siglos los hemos educado, sobre todo, para la sumisión y la pasividad. Todavía hoy, a veces parece que no los necesitamos para pensar, proyectar y promover caminos nuevos de fidelidad hacia Jesucristo.

Por eso, hemos de valorar, cuidar y agradecer tanto el despertar de una nueva conciencia en muchos laicos y laicas que viven hoy su adhesión a Cristo y su pertenencia a la Iglesia de un modo lúcido y responsable. Es, sin duda, uno de los frutos más valiosos del Vaticano II, primer concilio que se ha ocupado directa y explícitamente de ellos.

Estos creyentes pueden ser hoy el fermento de unas parroquias y comunidades renovadas en torno al seguimiento fiel a Jesús. Son el mayor potencial del cristianismo. Los necesitamos más que nunca para construir una Iglesia abierta a los problemas del mundo actual, y cercana a los hombres y mujeres de hoy.
P. José A. Pagola

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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