domingo, julio 03, 2016

XIV Domingo del Tiempo Ordinario (C) Reflexión

   Nuestras personas ¿valen  mucho? El valer tiene distintos punto de vista para leer, analizar, juzgar y… hasta para vivir. En esta referencia todo parece lógico, como si nos adueñáramos fácilmente de todo y motiváramos con una cierta facilidad que todo vaya a nuestro ritmo. Por otro lado, en una visión cristiana, nuestra posibilidad es un tanto difícil de valorar ya que los valores propios no entran en juego y sólo desde la gracia creemos que nuestra fortaleza está en el Señor. 

    A menudo surge la duda sobre nuestras posibilidades, como si nos encontráramos incapaces de hacer frente a lo que Dios nos invita a secundar la fuerza de la gracia que Él nos concede, siempre capaz, para poder enfrentarnos a nuestro temor: “se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos florecerán como un prado, la mano del Señor se manifestará a sus siervos”  (Isaías 66, 14). Tal vez nos  cuesta creer hasta dónde llega el poder de la gracia y, sin embargo, vale la pena  creer que Dios es siempre fiel a sus promesas, es constante en el cumplimiento de sus compromisos y no falla jamás. De ahí que el ser leales con Dios es el punto de referencia total de nuestras personas. Por eso: “alegrémonos con  Dios, que con su poder gobierna eternamente” (salmo responsorial).

    La referencia a la alegría motiva hoy una llamada a la esperanza. Partiendo desde la base de Pablo: “la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu”, es consolador creer que Dios es la causa de nuestra alegría y cómo nosotros, como cristianos, estamos llamados a ser testigos de Jesucristo. Y de una manera maravillosa, el mismo Jesucristo nos ilumina el sentido de la verdadera alegría al decirnos “estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo “ (Lucas 10, 20), ¿Creemos en la verdadera alegría? Si al comienzo de esta reflexión  nos planteábamos si valemos mucho ¿qué deberíamos decir ahora con lo que escuchamos hoy en el Evangelio?

    El evangelio es llamada y respuesta y esto nos lleva a toparnos, desde la fe, a una realidad más grande que la misma vida ya que nos presenta la experiencia de sentinos ansiando la verdadera felicidad mientras rumiamos el pasado y nos anticipamos ante el futuro donde debe residir nuestro ser. Tal vez los cristianos necesitamos mucha sensibilidad y disponibilidad ante lo que Dios en cada momento nos ofrece y, de hecho, configura a quien desea  vivir y actuar desde la gracia. Y, cada día, la voz del Señor nos sorprende con su llamada y, de la forma más extraña, a configurar nuestra existencia con personas y sabiendo  desde dónde vienen y hacia dónde van.

    Formamos parte de una Iglesia de Dios y a nuestra vida hay que darle empuje para que vivamos de cara a la realidad del mundo y a la necesidad que tiene de vida y de fe. No en vano el Señor manifiesta que su obra, la salvación, se fortalezca, eche raíces  y se consolide dirigiéndose a nosotros: “ la mies es mucha y los obreros pocos. Rogad al dueño de la mies que mande obreros a su mies” (Lucas 10 2). No debemos arredrarnos ante nada, nunca hemos de temblar. Este grito de optimismo, esta formidable esperanza, tiene que mantenernos firmes en la fe, decididos a la entrega, generosos en el servicio de la Iglesia, a todos.

    Para los cristianos el Evangelio de hoy tiene que replantearnos una decisión más comprometida con la fe. Ésta no es, sin más, un algo que tenemos y queremos guardar. Es un don que se nos concede y que su expresión está en función del estilo de vida que uno expresa. Desde ahí se deduce que cuando los apóstoles escuchan que Jesús les ordena que vayan a salir para manifestar la verdad del Evangelio, tienen que pasar primeramente por la experiencia personal de cómo en cada uno de ellos Cristo está presente y cómo su seguimiento debe llegar a plasmarse  en sus corazones y en sus palabras, sin miedo y sin actitudes medianas. Está en juego el Evangelio, tal como lo han experimentado desde el Maestro en su vida y en sus palabras y sin temor alguno a las reacciones  contrarias ni a los afectos totales que puede llevar el anuncio de Jesús.

    La experiencia de los primeros apóstoles, tal como se expresa en el libro de los Hechos, es una llamada para los cristianos de todos los tiempos a vivir entusiasmados con Cristo,  a no temer las amenazas, a estar dispuestos a “obedecer a Dios ante que a los hombres”; a sentirse orgullosos en padecer por el nombre de Jesús y estar dispuestos siempre a confesar con propia sangre aquello que anunciaban con sus labios. El mensaje de Jesús es fuente de gozo: “os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena” (Juan 15, 11). Este mensaje de Jesús tiene que ser creído, vivido y manifestado por nosotros y en esa actitud, quien lleva consigo la expresión de nuestra propia vida, puede sorprender al mundo de hoy, manifestando desde nosotros mismos que ser discípulos de Jesús exige una donación de sí mismo y, por otro lado, no puede esconderse  ya que la Verdad es la fuente de vida y de felicidad. 

    En un Año de Misericordia, llevar al mundo la paz y el perdón de Dios manifestado desde nosotros mismos, es la expresión más verdadera de cómo es el Amor de Dios, el amor que debe manifestarse una vez que cada uno, al igual que hicieron los apóstoles, descubramos y expresemos que no está en las palabras sino en las obras. Predicar el Evangelio es expresar el amor de Jesucristo en la propia vida  y plasmado en las palabras llenas de fe y de misericordia.
P. Imanol Larrínaga Bengoechea

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