domingo, abril 17, 2016

IV Domingo de Pascua (C) Jn 10, 27-30: Yo y el Padre somos una sola cosa



Pero es poco el convencerlos de esta manera si no podemos mostrarles un ejemplo de la creación visible donde el que nace sea coetáneo con quien lo engendra. Para expulsar las tinieblas de este error presentemos la comparación de una candela que expande la trémula llama alimentada por la mecha que arde. Ciertamente es el fuego el que arde; la sustancia es fuego, mas lo que se ve es un resplandor-, mas no se origina el fuego del resplandor, sino el resplandor del fuego. Pero, con todo, nunca existió el fuego sin su resplandor, aunque el resplandor se origine del fuego: desde el primer momento en que aquel pequeñito fuego comenzó a existir, se levantó ya con su resplandor, ciertamente coetáneo. Así, pues, el resplandor es contemporáneo con el fuego del que nace, y, si el fuego fuese eterno, el resplandor sería también, con toda certeza, eterno'.

Mas lejos de nosotros el dar siquiera la impresión de haber hecho una injuria a nuestro Señor mediante esta vilísima comparación. Debemos mostrar esto con el evangelio, donde el mismo Hijo se muestra ya en la forma en la que dijo ser inferior al Padre: haciéndose obediente hasta la muerte, en la que manifestó ya ser igual a quien lo engendró: Yo y el Padre somos una sola cosa. Ellos nos objetan: «Ved que el mismo Hijo dijo: El Padre es mayor que yo», sin entender que él dijo esto cuando existía en la carne, en la que no sólo era menor que el Padre, sino que también, según indica el salmo divino, fue hecho algo menor que los ángeles. Si esto es lo único que quieren escuchar con agrado, ¿por qué no consideran lo que también él dijo en otra ocasión: Yo y el Padre somos una sola cosa? Además, reflexionen por qué dijo: El Padre es mayor que yo. Cuando se hallaba para subir al Padre, se entristecieron los discípulos, porque los abandonaba en su forma corporal; entonces les dijo: Porque os dije que voy al Padre, la tristeza inundó vuestro corazón. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Lo que equivale a decir: «Sustraigo a vuestros ojos esta forma de siervo, en la que el Padre es mayor que yo, para que, apartada ella de los ojos de la carne, podáis ver al Señor espiritualmente.»

Por tanto, en atención a la forma de siervo que había recibido, es verdad lo que dijo: El Padre es mayor que yo, porque ciertamente Dios es mayor que el hombre; y en atención a su verdadera forma de Dios, en la que permanecía con el Padre, dijo con verdad: Yo y el Padre somos una sola cosa. Ascendió, pues, al Padre en cuanto era hombre, pero permaneció en el Padre en cuanto era Dios, porque vino a nosotros en la carne sin apartarse de Dios. Repito: ascendió al Padre la Palabra que se hizo carne para habitar entre nosotros, pero volvió a prometernos su presencia con estas palabras: He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. El apóstol Juan dice de él según la forma divina: Él es el Dios verdadero y la vida eterna. Según su forma de siervo, dice de él el apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios; antes bien se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. Según su forma de Dios, dice de sí mismo: Yo y el Padre somos una sola cosa; según la forma de siervo, dice: Mi alma está triste hasta la muerte. ¿De dónde procede aquel atrevimiento? ¿De dónde este temor? Las primeras palabras tienen su origen en la propiedad de la sustancia; las segundas, en la participación en la debilidad asumida.

San Agustín, Sermón 265 A, 5-7

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