domingo, marzo 20, 2016

Domingo de Ramos (C)

El Domingo de Ramos viene a ser la puerta de entrada a la Semana Santa. Con la entrada de Jesús en Jerusalén iniciamos la celebración de los misterios de la Semana Mayor. La procesión de ramos nos llama a acompañar al Señor presentándose como rey humilde.

Todo buen judío debía ir a Jerusalén por estas fechas para celebrar la Pascua. Y Jesús quiere hacerlo solemnemente. Busca una cabalgadura y tolera las aclamaciones y los vítores de la multitud que lo identifican como el rey de paz, enviado por Dios. Pero él no viene cabalgando sobre el corcel de los vencedores, en clara alusión a la profecía de Zacarías: “¡Alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, pobre y montado sobre un borrico”. No se acerca a Jerusalén como el poderoso que soñaba Israel, sino como un rey pobre, humilde y sencillo.

Como dice la carta a los Filipenses, Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojo de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos…

Pero deja que lo aclamen como enviado por Dios. Ha rehuido siempre ser aclamado por el pueblo, pero en esta ocasión, al final ya de su vida, no pone reparo alguno en que se le  reconozca como enviado en el nombre del Señor. Los fariseos, sus enemigos más rabiosos, pretenden acallar las aclamaciones del pueblo, pero Jesús responde, diciendo: Os digo que si estos callan, gritarán las piedras.

Comienza la semana del sufrimiento y de la pasión. Muchos momentos de la vida de Cristo fueron momentos de pasión. Jesús no buscó el sufrimiento porque le gustara sufrir; Jesús aceptó el sufrimiento porque para ser fiel a la voluntad de su Padre Dios tuvo que hacer muchas cosas que le causaron un gran sufrimiento. No ocultó el rostro a insultos y salivazos, no se acobardó ante el sufrimiento que le suponía su lucha constante contra el mal, su denuncia diaria de la ambición, de la hipocresía y de la maldad de muchos jefes políticos y religiosos de su tiempo.

Por eso, en la liturgia de este domingo de ramos leemos también el relato de la pasión y muerte de Cristo, para que no olvidemos que en la vida de Cristo, junto a los momentos de triunfo hubo también momentos de pasión. Como la vida misma, hemos dicho arriba, porque también nosotros, si queremos ser fieles a la voluntad de nuestro Padre Dios, hemos de saber aceptar en nuestra vida los momentos de triunfo y los momentos de pasión con igual entereza y con amor.

La lectura del evangelio de la pasión comienza con la Santa Cena, pasa a Getsemaní, a la condena por los judíos y por Pilato, las varias torturas y humillaciones del Señor, la Crucifixión, y el entierro. Conocemos la historia bien y la vamos a conocer otra vez con emoción en la Eucaristía cuando vivimos otra vez esos momentos en cuales se encuentra el punto crítico de la historia del mundo. Tenemos que preguntarnos, ¿con qué personaje me identifico? Tal vez con Judas el traidor, o con Pedro el cobarde, con Juan el discípulo fiel, con el buen ladrón, con las santas mujeres…. Hoy día Jesús sigue muriendo por nosotros y muchos “Cristos” en el mundo siguen sufriendo “su pasión”.

En esta Eucaristía –como en todas—vuelve a repetirse en símbolo y en realidad aquel acto de entrega de Jesús. Y nosotros que, como los discípulos y los judíos, unas veces hemos aclamado a Cristo con entusiasmo como Rey y después le hemos traicionado y abandonamos tantas veces, nos convertimos, por nuestra debilidad y nuestro pecado en protagonistas de la Pasión, tal como la hemos escuchado en el Evangelio. Insisto que ante la Pasión de Jesús no podemos ser meros espectadores o como auditorio pasivo. Cada uno de nosotros estábamos allí, entre aquellos judíos o aquellos discípulos, porque Jesús ofrecía su vida también por cada uno de nosotros. Y es que, para cada uno de nosotros es el relato de cuando nuestro mejor amigo entregó y perdió la vida por todos, por mí, por ti.

Participemos hoy con alegría en la procesión de los ramos y unámonos espiritualmente, en la lectura de la pasión, al Cristo que, por amor, aceptó valientemente el sufrimiento, sin ocultar su rostro a insultos y salivazos.
P. Teodoro Baztán Basterra

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