domingo, febrero 21, 2016

II Domingo de Cuaresma (C) MEDITACIÓN

 En el monte de la transfiguración brilla la luz incandescente de la Gloria del Hijo. Es la luz de la zarza ardiente (Ex 3, 2), el fuego divino que arde sin consumirse. Es la luz de primera aurora (Gn 1, 3), la luz que manifiesta la presencia de Dios y que encandiló el rostro de Moisés y no sabía que su rostro se había vuelto resplandeciente porque había hablado con el Señor (Ex 34, 29). La luz que resplandecía en Elías, el profeta cuya palabra abrasaba como antorcha (Eclo 48, 1), que fue arrebatado en un carro de fuego (2 Re 2, 1-3) y que ardía por el celo del Señor (1 Re 19, 9).

Estos dos hombres “de fuego” son los que acompañan a Jesús en la transfiguración. Los dos profetas del Sinaí-Horeb: el que subió y estuvo cuarenta días y cuarenta noches y en medio de la gloria recibió la ley eterna (Ex 24, 18) y el que caminó cuarenta días y cuarenta noches para llegar a la montaña de Dios, el Horeb (1 Re 19, 8). El representante de la ley y el padre de los profetas están junto a Jesús como testigos en el nuevo Sinaí. Ellos escuchan que Jesús es el Hijo amado del Padre.

En la transfiguración se manifiesta lo que dice Juan en el prólogo de su evangelio: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y nosotros hemos visto su gloria” (Jn 1, 14). La gloria es la manifestación externa, luminosa y trascendente de la presencia de Dios. En Cristo resplandece esa luz. O mejor, él mismo es la luz (cf. Jn 1, 5): “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). “En ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz” (Salmo 36, 10).

Estamos acostumbrados a la escena de la Transfiguración pero no profundizamos ni interiorizamos en lo que supone para nosotros. El fin de la vida espiritual es la divinización del cristiano; nosotros estamos llamados a una experiencia semejante a los apóstoles en el monte santo si nuestra vida interior se configura con Cristo. Cuando la persona, nosotros, llega a su plenitud, por el camino de la oración y el de la obediencia a la voluntad de Dios, manifiesta en su mismo cuerpo la gloria de la transfiguración. La luz de la montaña anticipa la luz de la Resurrección. La transfiguración nos hace entrar más allá del tiempo, nos revela el fin de la historia, que será la transfiguración total del mundo “que gime aún con dolores de parto”. Pero, además, la luz que se manifestó en el Tabor en la transfiguración del Señor es el preludio de la gloria de Cristo que se manifestará en su segunda venida.

La transfiguración tiene un después: sólo Jesús está con los discípulos. El Jesús de todos los días, a quien hay que seguir por el camino de la Cruz, aunque cueste aceptarlo, para llegar a la gloria definitiva. Todo el evangelio de Marcos muestra hasta el final la incapacidad de los discípulos para entender que el seguimiento de Jesús solo es posible por el camino de la pasión. Y esta es la gran lección que nosotros necesitamos aprender y poner en práctica: hay que subir con Cristo a Jerusalén y allí ser crucificados por Él.

ORACIÓN
 “Te has transfigurado en el monte Tabor, oh Salvador, manifestando nuestra futura transfiguración en el momento de tu segunda y terrible venida en la gloria”; “Cristo, ilumina hoy divinamente toda la naturaleza humana con tu transfiguración. El creador diviniza nuestra razón. Y Dios, al mismo tiempo, permanece hombre, en la unión de las dos naturalezas, sin modificación ni división. Hoy Él difunde la luz de modo indecible sobre el Tabor y hace brotar de su carne los rayos de su divinidad”.
(Cantos de la liturgia bizantina)

Señor Jesús: ¡transfigúranos, ilumínanos, glorifícanos! Sabemos que debemos acompañarte en el camino para que tu vida sea la nuestra. Tú sabes que nos cuesta entender y aceptar que debemos sufrir contigo la pasión si queremos ver tu rostro glorificado. Danos fuerza para no vacilar cuando nos venga la cruz, la soledad, el desamparo, la agonía y la muerte.
Señor Jesús: sin tu luz no podemos vivir y sin tu presencia tampoco podemos llevar la cruz de cada día. Concédenos la gracia de escuchar como Tú que también nosotros somos sus hijos amados, y, mientras tanto, que te escuchemos a Ti que eres el “Hijo amado”.

CONTEMPLACIÓN

Ve esto Pedro, y juzgando de lo humano a lo humano, dice: «Señor, bueno es estarnos aquí». Sufría el tedio de la turba, había encontrado la soledad de la montaña. Allí tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de aquel lugar hacia las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres? Quería que le fuera bien, por lo que añadió: «si quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Nada respondió a esto el Señor, pero Pedro recibió, no obstante, una respuesta, pues mientras decía esto, vino una nube refulgente y los cubrió. Él buscaba tres tiendas. La respuesta del cielo manifestó que para nosotros es una sola cosa lo que el sentido humano quería dividir. Cristo es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la ley, Palabra de Dios en los profetas. ¿Por qué quieres dividir, Pedro? Más te conviene unir. Busca tres, pero comprende también la unidad.

Al cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda, sonó desde ella una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado». Allí estaba Moisés, allí estaba Elías. No se dijo: “éstos son mis amados”. Una cosa es efecto, el Único, y otra los adoptados. Se recomienda a aquél de donde procedía la gloria a la ley a los profetas. «Éste es», dice, «Mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle», puesto que en los profetas fue a él a quien escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde le oísteis a él? Oído esto, cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.

El Señor extendió su mano y levantó a los caídos. A continuación «no vieron a nadie más que a Jesús solo»… Cuando el Señor los levantó, indicaba la resurrección. Después de ésta ¿para qué la ley, para qué la profecía? Por esto no aparecen ni Elías ni Moisés. Te queda solo: «en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios». Te queda el que Dios es todo en todo.
(SAN AGUSTÍN, Sermón 78, 3-6)

ACCIÓN
Meditar en: “Tú eres mi Hijo amado en quien me complazco; escuchadle”.

P. Imanol Larrínaga

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