Aborto y pobreza
Algunos piensan que el fenómeno del
aborto está relacionado con la pobreza en la que viven tantísimos seres
humanos. Nos dicen, mirando especialmente a América Latina, que millones de
familias sufren por culpa de crisis económicas y desequilibrios sociales,
marginadas por un sistema que genera injusticias y mantiene en la indigencia a
pueblos enteros.
En esas condiciones socioeconómicas,
miles de mujeres abortan a sus hijos. Muchísimas veces, nos repiten, en casas o
centros carentes de higiene, sin ninguna “seguridad”, con grave peligro para la
vida de esas madres.
Por lo mismo, no faltan quienes
proponen que se pueda garantizar, al menos por ahora, una asistencia sanitaria
adecuada para que estas mujeres puedan tener “abortos seguros”. Más aún,
algunos ejercen una fuerte presión para que se despenalice o legalice el aborto
en aquellos países latinoamericanos que todavía consideran el aborto como un
delito.
Hay que decir, sin embargo, que estos
análisis están llenos de errores, y que la “solución” que proponen es
completamente injusta y engañosa.
En primer lugar, porque es falsa la
ecuación “pobreza = aborto”. Basta con mirar las tristes estadísticas de aborto
en el mundo para reconocer que millones de mujeres de los países más
desarrollados eliminan a sus hijos antes de nacer. El aborto, por lo tanto,
toca a todos: ricos y pobres, personas instruidas y personas sin titulación
escolar, adolescentes, jóvenes y mujeres ya adultas, casadas y solteras.
En segundo lugar, porque la verdadera
causa del aborto no es la situación económica en la que uno viva, sino la
carencia de amor y de principios éticos. Millones de mujeres pobres de todo el
mundo que inician el embarazo tienen una gran capacidad de amar y una clara
rectitud moral. Gracias a sus principios hacen todo lo posible para proteger y
cuidar al hijo antes de nacer, y para darle todo lo que esté a su alcance (a
veces muy poco, por culpa de la indiferencia de los más ricos y potentes del
planeta) para alimentarlo y cuidarlo una vez nacido.
A la vez, por desgracia, millones de
mujeres con un alto nivel de instrucción, incluso con títulos universitarios,
con facilidad de acceso a una excelente atención médica, con dinero suficiente
para mirar con seguridad hacia el futuro, abortan. Lo hacen porque el amor está
herido, porque la esperanza flaquea, porque la vida del hijo es vista no como
un don, sino como un obstáculo a otros proyectos o intereses. Como si la vida
de un ser humano estuviese sometida a los deseos de otros, como si el hecho de
que el hijo aún no haya nacido fuese una especie de licencia para asesinarlo en
el seno de su misma madre.
En tercer lugar, es absurdo considerar
envidiables a las mujeres de algunos países por tener acceso a un “aborto
seguro”, y ver el aborto clandestino o “inseguro” como una injusticia que
padecerían las mujeres pobres. Un delito no deja de ser delito si el
delincuente lo comete en condiciones de mayor seguridad para su vida física.
Terminar con la vida de un hijo, como recordó con valentía el Papa Juan Pablo
II, es siempre un delito, aunque algunas leyes lo presenten como un “derecho”
(cf. “Evangelium vitae” nn. 68-74), aunque se haga en hospitales con excelente
instrumental médico y con un alto nivel de higiene. Terminar contra la vida de
un hijo, en una barraca o en una clínica situada en un barrio de ricos, será
siempre una de las mayores desgracias que pueda ocurrir en la vida de una
madre.
Frente al fenómeno del aborto no cabe
más que una actitud firme y clara a favor de las madres y de sus hijos. La
mejor ayuda que podemos ofrecer a las mujeres pobres no es permitirles,
mediante leyes o mediante “ayudas” internacionales, un “aborto seguro”, sino un
embarazo seguro. No hay verdadero progreso ni verdadera justicia allí donde a
las mujeres pueda resultarles más fácil abortar que tener y cuidar dignamente a
sus hijos.
Igualmente, hay que promover aquellos
principios y valores que tanto sirven para el verdadero crecimiento ético de
los pueblos. Donde haya familias sanas y estables, donde haya padres y madres
abiertos a la vida, donde haya una actitud profunda de amor y de esperanza ante
la llegada del nuevo hijo, no podrá existir el aborto. Esto vale para todos:
para los ricos y para los pobres.
En justicia hemos de reconocer, a pesar
de la ceguera y de la manipulación de algunos, que millones de mujeres pobres
son mucho más “desarrolladas” y humanamente dignas que millones de mujeres de
los países ricos que viven un auténtico “subdesarrollo” ético. Porque las
primeras saben que lo más hermoso y grande que pueden hacer es amar a sus
hijos, aunque no puedan darles todo lo que desearían. Porque las segundas,
pudiendo hacer tanto por sus hijos, a veces prefieren los propios proyectos
personales que ese mínimo gesto de amor y justicia con el que están llamadas a
acoger a cada uno de sus hijos.
El aborto no es un problema ligado a la
pobreza, sino al nivel ético de los pueblos. En la medida en que un pueblo sea
promotor del amor, de la justicia y de la vida, el número de abortos disminuirá
drásticamente. Porque habrá en el mundo muchas más mujeres con ese rostro
infinitamente bello que tienen las madres cuando abrazan con cariño a cada uno
de sus hijos más pequeños.
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