domingo, enero 31, 2016

IV Domingo del Tiempo Ordinario (C) Reflexión

Sigue la escena de Jesús en la sinagoga de Nazaret. El evangelio de hoy comienza con las mismas palabras con que concluía el del domingo anterior: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.

A esta aprobación y admiración por lo que decía Jesús, debía seguir en buena lógica la acogida y aceptación de su mensaje y de su persona. Pues no fue así. Siguió, más bien, una actitud cicatera y ruin. Porque se preguntaban: ¿Pero no es este el hijo de José? Si este es el joven carpintero que ha vivido aquí, con nosotros, toda su vida… Pues, ¿quién se ha creído que es?

Como, además, no hace ahí, en su pueblo, los milagros que realiza en otros lugares, de la aprobación pasan al rechazo; de la admiración, al desprecio. Hasta a la indignación. Tanto, que lo quieren despeñar por un barranco. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.

Hoy Jesús se hace presente también aquí. Y no es hablar por hablar. Es verdad. Y nos dice lo mismo: En mí se cumple todo lo que dice el Antiguo Testamento acerca del Mesías. Soy el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador. Y vengo a traeros la gran noticia de que Dios es mi Padre y vuestro Padre, que os ama con amor total y os ofrece la salvación. Vengo a deciros que yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

Posiblemente estas palabras no produzcan ahora en nosotros la admiración que produjeron en la sinagoga de Nazaret. Mucho menos el rechazo de sus compueblanos. Pero sí puede darse en nosotros una actitud de cierta indiferencia, como quien oye llover y no se le da importancia, y no se valoran sus palabras.

Quisiéramos muchas veces “ver para creer”. Como dice San Agustín, quizás buscamos más los milagros del Señor que al Señor de los milagros. En el fondo, quisiéramos “domesticar o manipular” a Jesús para que haga lo que nosotros queremos que haga, más que hacer nosotros lo que él nos dice. 

Hemos escuchado en la primera lectura el relato de la vocación de Jeremías. Dios lo llama para ser profeta. Jeremías se resiste, alega motivos que él cree que son válidos, se muestra débil y vacilante, tiene miedo a ser rechazado e incomprendido, pero Dios insiste y le dice que lo ha escogido desde que estaba en el seno materno. Y le dice: No tengas miedo a nadie, que no podrán contigo, y, además, y esto es lo más importante, yo estoy contigo para librarte.

Hablamos mucho de la grave escasez de vocaciones. Y nos referimos sólo a las vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa. Pero hay antes una vocación mucho más importante, la primera de todas, que atañe a todos nosotros en cuanto bautizados. Es la vocación a la vida cristiana o a vivir la fe. Y aquí sí que existe una verdadera escasez de vocaciones. ¿Qué porcentaje de bautizados viven o intentan vivir como cristianos? ¿Cuántos acogen y viven la vocación cristiana a la que les llama el Señor?

Y a lo mejor también nosotros inventamos excusas para no cumplir nuestra vocación con fidelidad y con la exigencia del evangelio. Admiramos a Cristo, es verdad. No lo rechazamos, también es verdad. Pero ¿hacemos lo que podemos para seguirle con fidelidad, para cumplir con su palabra, para que nuestra fe crezca y vaya madurando día a día, o nos contentamos con unos mínimos, para ir tirando? ¿Somos masa y no levadura?

¿Cómo salimos de este encuentro con Cristo en la eucaristía? ¿Igual que como entramos a la iglesia? ¿O más fuertes en la fe, con más decisión para vivirla ahí donde estemos, vivamos o trabajemos? Esta pasividad, si existe, ¿no es una manera de rechazar a Cristo que nos habla y alimenta?

P. Teodoro Baztán Basterra

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