¿Intransigencia?
—Otras personas dicen que el dogma excluye el debate y el pluralismo de opiniones, indispensable para el sano crecimiento de cualquier pensamiento religioso. Piensan que la Iglesia debería ser menos intransigente y más liberal, para adaptarse a las diferentes culturas y a la evidente diversidad que hay en el mundo.
Además de los dogmas, hay dentro de la teología católica una multitud de puntos sometidos a debate, con una pluralidad de opiniones enormemente rica y diversa. Cualquiera que lo observe con un poco de perspectiva, podrá darse cuenta de que siempre ha habido, y continuará habiendo, una gran variedad en las cuestiones que requieren una adaptación a lo cambiante de los tiempos o lugares. Son cuestiones sometidas habitualmente a un amplio debate, tanto interno como externo, que la Iglesia no rehúye.
Por otra parte, los dogmas -como señala Frossard- no imponen a la inteligencia unos límites que le estaría prohibido franquear, sino que, más bien, esos dogmas empujan a la inteligencia más allá de las fronteras de lo visible. No son muros, sino más bien ventanas para nuestra limitación intelectual. Son ayudas divinas para poder llegar a verdades a las que la inteligencia, por su limitación (qué le vamos a hacer), no siempre tendría fácil acceso. La Iglesia presenta tan solo un pequeño conjunto de verdades de fe, pero difícilmente puede imaginarse una iglesia sin verdades de fe.
El católico -explica Christopher Derrick- tiene en su fe en los dogmas una piedra de toque de la verdad. Gracias a ella, puede comparar cualquier afirmación teológica con todo lo que ha venido diciendo sobre eso el Magisterio de la Iglesia durante dos mil años; y si hay un choque violento, su fe le dice que esa teoría será con el tiempo uno de los numerosos caminos cegados o calles sin salida que siembran la historia del pensamiento.
La postura de la Iglesia católica respecto a los dogmas es sencilla y coherente:
Las verdades de fe nos adentran en un orden de realidades al que nunca habríamos llegado con nuestras solas fuerzas intelectuales.
Esas verdades de fe no quedan cerradas al pensamiento ni a la racionalidad, ni pretenden agotar las posibilidades de conocimiento que tiene el hombre.
La Iglesia se limita a custodiar esas verdades, porque asegura que las ha revelado el mismo Dios.
El hombre es libre de prestar o no su asentimiento a esos dogmas, pero debe hacerlo si quiere llamarse católico legítimamente.
A eso se reduce la intransigencia que algunos achacan a la Iglesia católica, y que no es otra cosa que una serena y prudente defensa del depósito de la fe, bien alejada de cualquier intemperancia o fanatismo. Lo único que reclama la Iglesia es libertad para expresar pública y libremente a los hombres la luz que su mensaje arroja sobre la realidad y sobre la vida.
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