En el principio

El hombre animal no
comprende esto. ¿Qué hacer entonces, hermanos? ¿Nos callaremos? ¿Y para qué
leerlo si luego viene el silencio? ¿Para qué oírlo si nadie lo explica? Y
también, ¿para qué explicarlo si no hay quien lo entienda? Pero tengo una
convicción: que algunos de los que estáis aquí entenderéis la explicación; es
más, lo entendéis antes de explicarlo. Por eso no voy a defraudar a los que son
capaces de entender, aun a riesgo de perder el tiempo con los demás. En último
extremo contamos con la ayuda amorosa de Dios. Quizá así quedemos todos
satisfechos, entendiendo cada uno hasta donde lleguen sus posibilidades, y el
orador exponiendo hasta donde él puede. Porque ¿quién podrá hablar de estos
misterios como ellos son? Me atrevo a decir más, hermanos míos: quizá ni el
mismo Juan habló de estas realidades como son en sí, sino como le fue posible.
Él es un hombre que habla de Dios. Inspirado por Dios, es verdad, pero sólo un
hombre. Por estar inspirado pudo decir algo. Sin la inspiración no habría
podido decir nada. Pero al ser un hombre inspirado, expresó no toda la
realidad, sino aquella que es capaz de decir el hombre.
Era este Juan,
queridos hermanos, era uno de aquellos montes de los que está escrito: Los
montes reciban paz para tu pueblo, y los collados justicia (Sal 71,3). Montes
son las almas grandes; collados, las pequeñas. Y reciben la paz los montes,
para que puedan recibir la justicia los collados. ¿Qué justicia es ésta? La fe:
El justo vive de fe (Rm
1,17; Ha 2,4). No podrían conseguir la fe estas almas más
pequeñas, si las otras mayores, llamadas aquí montañas no fuesen iluminadas por
la misma Sabiduría para con esta luz poder transmitir a las pequeñas lo que
éstas sean capaces de entender. No podrán los collados vivir de la fe si los
montes no reciben la paz. Desde estos montes se dijo a la Iglesia: Paz con
vosotros. Fueron estos mismos montes los que, en su mensaje de paz a la Iglesia,
no se separaron de aquel que es la fuente de su paz (Jn 20,19). Así se
convirtieron en mensajeros de paz verdaderos, no fingidos.
Ev. Jn. Trat. I, 1-2
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